miércoles, 26 de junio de 2013

Capítulo Veintidós

Danica es la mejor amiga de Gilly hasta su penúltimo año en la secundaria, cuando los frenos de Danica son retirados y sustituye sus gafas con lentes de contacto. Un permanente bronceado, unos cuantos kilos perdidos y una pulgada de altura la habían transformado en el verano de una friki de banda a una chica caliente, y los chicos se han dado cuenta. Eso estaría bien, pero Danica lo nota también.
Ellas han compartido casi todo por años. Secretos, sueños. Habían practicado besar la almohada durante las pijamadas en la casa de Danica, y ella es la única persona a la que Gilly contó de su enamoramiento por su profesor de gimnasia, el Sr. Grover, en el séptimo grado. Danica tiene un montón de hermanos y hermanas, pero Gilly no tiene ninguno. Danica es su hermana. Su mejor amiga.
Al principio, la nueva popularidad de Danica con el sexo opuesto es una especie de bendición para Gilly, quien había tenido su parte de enamoramientos y cartitas pasadas a ella en las salas de estudio, pero en realidad nunca tuvo un chico que gustara de ella. No que gustara, gustara de verdad de ella, como ella gustaba de ellos. Ahora, caminando por los pasillos de la escuela antes de que sonara la campana para el aula, Gilly sigue a Danica y los chicos siguen a las dos. Sin duda, uno o dos de ellos verán hacia la dirección de Gilly cuando ven a su amiga ocupada con otros.
Y, por supuesto, uno lo hace.
No al que Gilly le gusta. Ese es Bennett Longenecker, quien parece que acaba de salir de una de esas películas de adolescentes. Pelo perfecto, piel perfecta, dientes perfectos, perfecta sonrisa. Le gusta Danica, por supuesto, pero es lo suficientemente bueno para Gilly porque él también tiene una personalidad perfecta. Gilly se desmaya en el interior cada vez que él mira a su dirección, que es justo lo suficiente para mantener un agradable cosquilleo durante todo el día en la escuela y, a veces, incluso en la noche.
El chico que gusta de ella tiene el desafortunado nombre de Reginald Gampey. Fue nombrado por su padre y su abuelo, y él va por Reg... pero no ayuda. Con un nombre como Reginald Gampey, él es destinado a usar vidrios gruesos, y con excesivo acné. Ser un cerebrito podría haber compensado, pero le falta incluso la inteligencia para ser considerado uno de los mejores estudiantes de la clase.
Y a él le gusta Gilly.
Se las arregla para unirse en una parte de la pequeña multitud de los que pasan el rato antes y después de la escuela. Danica y sus admiradores, Bennett, quien parece absorber toda la adoración dirigida a su dirección sin realmente absorberla. Gilly. Otra niña, Marie. Y Reg.
Las cosas están mal en casa de nuevo. Habían estado bien por un tiempo, pero en el verano, mientras a Danica estaba creciéndole los pechos, Gilly había estado tratando con el comportamiento cada vez más errático de su madre. Mamá no quería dejar a Gilly ir a la piscina o con los amigos, al cine, a altas horas de la noche. Quería saber dónde Gilly estaba todo el tiempo, para evitar que se metiera en problemas. El único problema que Gilly había estado escondiendo era el hecho de que su vida en el hogar era tan mierda.
Danica sabe algo de ello, ha sido la mejor amiga de Gilly desde la escuela primaria, después de todo. Pero las cosas han cambiado. Mirando hacia atrás ahora, Gilly piensa que habría sido la distancia entre ellas sin los chicos y el nuevo look. Pero en aquel entonces Gilly no nota o no quiere ver cómo Danica rueda los ojos hacia ella, o cómo Danica no se ríe de los chistes viejos de Gilly, o cómo la mayoría de las veces sólo la ignora cada vez que puede y hace excusas como que está demasiado ocupada para pasar el rato.
La noche de la fiesta de Bienvenida ese otoño, el plan es ir en grupo como una cita. Muchos de los chicos de la escuela están haciendo más que salir de limos y ramilletes. Probablemente fue idea de Danica de todos modos, por lo que no tiene que elegir a uno de ellos, que solo uno pueda llevarla. Reg le había pedido a Gilly, pero con la cita en grupo en su lugar tiene una razón para decir que no.
Gilly está pasando un buen momento tiempo. Ella baila lento con Bennet una vez y un par de otros chicos. Incluso Reg, aunque la forma en que la mira con tanto anhelo en sus ojos le inquieta. El DJ toca todos los mejores temas y después, el plan es ir a la cafetería local para comer y permanecer fuera toda una hora después del toque de queda.
—No creo que deberías venir —dice Danica—. ¿No tienes que ir a casa con tu madre...
—Mi papá está con ella.
Danica se encoge de hombros, diciendo en respuesta indiferente. —Creo que debes encontrar a alguien para pasar el rato, Gilly.
—¿Esta noche? —pregunta Gilly, aturdida.
Danica la mira. Otro encogimiento de hombros. —Sólo... todo el tiempo. Creo que debes encontrar una nueva mejor amiga.
Entonces ella se va con el resto de sus amigos, dejando a Gilly de pie con Reg, que se ofrece a llevarla a casa. Se lo permite también. Deja que él la lleve en el asiento delantero, estacione frente a la casa de sus padres. Le permite besarla.
Ella deja creer a Reg que le gusta, hasta el lunes en la escuela cuando le dice lo mismo que Danica le había dicho. —Creo que deberías buscar otra novia.
Gilly nunca preguntó a Danica qué había impulsado el cambio en su larga amistad. Nunca tuvo el coraje. Lo ignoró, fingió que no tenía importancia, pero para el resto de ese año observa a Danica reír y bromear con todos los demás, excepto ella. Es el peor rechazo que cualquier chico podría haber sufrido.

Gilly elige a sus amigos con mucho cuidado después de eso.

domingo, 23 de junio de 2013

Capítulo Veintiuno

Se levantó de la cama por su cuenta a la mañana siguiente. Lavada y vestida. Se sentó al otro lado de la mesa frente a él y se comió su desayuno. Ella no dijo nada.
A Todd no parecía importarle. Comía tan cordialmente como siempre lo hacía, y después del desayuno encendió un cigarrillo, como si fuera el postre. Gilly desechó el humo colgando delante de su cara y tosió deliberadamente, pero Todd, o bien no se dio cuenta o no le importaba.
—¿Me estás dando el tratamiento del silencio? —preguntó él por último, cuando ella se levantó para llevar su plato.
Gilly pausó antes de responder. —No tengo nada que decirte.
—¿Qué hay de los buenos días?
Repitió las palabras sin entusiasmo. Todd se levantó de la mesa y le tocó el hombro para que lo mirara. Gilly se movió sin resistencia, con la mirada en el suelo.
—Gilly. Mírame.
Lo hizo a regañadientes.
—¿Tenemos que pasar por esto otra vez?
Ella negó y trató de apartar su cara. —No.
Él levantó su barbilla para que tuviera que seguir mirándolo y le preguntó lo que le había preguntado una vez. —¿Tienes miedo de mí?
—No.
—Tú no eres una buena mentirosa —dijo Todd, y la dejó ir. Él la siguió hasta la sala de estar—. ¿Pararás por un minuto?
Ella se dio la vuelta para mirarlo. —¿No puedes dejarlo ir? ¿Qué quieres de mí?
—Sólo pensé que íbamos a tratar de ser amigos, eso es todo. Parece mejor que no ser amigos. —Todd se encogió de hombros. La punta de su cigarrillo brillaba rojo mientras aspiraba el humo profundamente en sus pulmones.
—Nunca dije que iba a ser tu amiga. —Su labio se encrespó en la palabra, Gilly se cruzó de brazos.
—¿Vas a seguir siendo la perra gruñona, no? —Todd sonrió—. Está bien. Sólo seguiré dándote una palmadita en la cabeza...
—Y tal vez algún día te morderé —replicó Gilly.
—Tal vez algún día lo harás —reconoció Todd—. O tal vez, un día, dejarás de gruñir.
—No lo creo. —Se acercó a la ventana del frente, mirando la nieve fuera. Un conejo saltó a lo largo de los montículos blancos, dejando atrás sus huellas. Luego desapareció.
—Ah, Gilly, ¿por qué no?— Sonaba tan sinceramente curioso que se volvió hacia él.
—La idea es ridícula.
—¿Por qué?
Quería saber, por lo que dijo: —No tenemos nada en común. No hay nada en nuestras vidas que nos hubiera reunido.
—No es cierto. Sí conseguimos conocernos.
—¡No con mi elección!
Todd hizo un gesto pensativo. —No por la mía tampoco, pero sucedió. ¿Qué, sólo se puede ser amigo de alguien que conociste a propósito? ¿Qué mierda de divertido tiene eso? No debes tener muchos amigos si es así como actúas al respecto.
—¿Tienes tú un montón de amigos? —preguntó en tono sarcástico, esperando que la respuesta fuera negativa.
Todd se encogió de hombros. —Depende de lo que consideras un amigo. Conozco a un montón de personas. Y la mayoría de ellas no cumplían con el propósito. Pero sí, algunos de ellas son amigos. Algunos son imbéciles que corren con mi dinero y me vuelven un criminal.
Estaba haciendo otra broma. Lo vio en sus ojos y la leve inclinación de sus labios, aunque su voz era seria. Gilly se dio cuenta de repente que envidiaba a Todd su sentido del humor, incluso en medio de todo esto. Su capacidad de reírse de alguna manera por lo que estaba pasando. Ella había tenido un gran sentido del humor, antes, pero no había sido capaz de encontrar el humor en un montón de cosas durante mucho tiempo. Ciertamente, no en esto, en ahora.
—Nosotros nunca seremos amigos en cualquier circunstancia, y esta situación no es ciertamente favorable a la amistad —dijo ella con frialdad.
—Eh. Te gustan las grandes palabras como al tío Bill. —Todd se encogió de hombros—. Esta situación es todo lo que tenemos. Qué casualidad para nosotros habernos conocido el uno al otro. ¿Ves? Sé algunas palabras grandes también.
—No importa, Todd —dijo Gilly con cansancio.
—¿Ahora quién es la que no quiere dejarlo ir? —Todd aspiró otra profunda bocanada de humo, mirándola con los ojos entrecerrados. Pensando. —Eres muy terca.
Gilly levantó la barbilla. —Me han llamado cosas peores.
—Apuesto a que sí —Todd se encogió de hombros—. Bueno, supongo que depende de mí, entonces.
Ella lo miró con recelo. —¿Qué depende de ti?
—Supongo que tengo que demostrarte que realmente soy un buen tipo —Todd sonrió—. Demostrar que podemos ser amigos. Tú y yo, los mejores amigos. Será genial. Quizás hasta podamos trenzarnos el pelo el uno al otro.
Sus ojos brillaron con humor incluso ante la respuesta de Gilly con el ceño fruncido. De hecho, se rió en voz alta, directo en su cara. Gilly se cruzó de brazos.
—Sigue soñando —dijo.
—Ah, vamos. ¿Ni siquiera si te hago una pulsera de la amistad? —Todd revoloteó sus pestañas hacia ella.
Se veía tan completamente inofensivo e inocente que Gilly casi rió en voz alta, pero ella lo cortó, fuerte. Lo bloqueó. —No. Olvídalo. No sucederá.
—Al menos podrías pensar en ello.
—No. No puedo. —Ella vio su humor desvanecerse—. En realidad, Todd. Deberías entender eso.
Él asintió con la cabeza, a duras penas, después de un largo minuto de mirarla. —Sí. Claro, claro. Lo entiendo.
¿Por qué ahora se sentía que era ella la mala de nuevo? Contuvo una disculpa, una perla en su lengua creada a partir de la arena de su argumento. —Nunca seremos amigos, Todd.

—Veremos —dijo Todd—. Tal vez seremos algo más.

viernes, 21 de junio de 2013

Capítulo Veinte

—¿Vas a dormir toda tu vida?
Gilly entreabrió un ojo y despegó su cara de la almohada. Al parecer, en algún momento de la noche, babeó. Se pasó la lengua por los labios gomosos y los dientes por igual pegajosos.
—... hora? —murmuró.
—Es hora de que saques tu culo perezoso de la cama. —Todd se apoyó en la cómoda, olfateó ruidosamente, y luego retrocedió—. Límpiate. Apestas.
Gilly sacudió la cabeza y se dio la vuelta. —Vete.
—Sal de la cama, Gilly.
—¡No!
Gilly se cubrió con las mantas sobre la cabeza, sin hacerle caso. Todd murmuró una serie de maldiciones en voz baja y pisoteó alejándose. Luego regresó.
—No voy a pedírtelo de nuevo —dijo—. Sal de la cama.
Gilly desenredó una mano de su ciudadela de mantas y agitó su dedo medio hacia él. —No, vete la mierda.
—Maldita sea, Gilly —dijo Todd—. ¡Tú eres una perra imposible! ¿Qué carajo te pasa?
—Quiero que me dejes en paz —dijo Gilly, y se movió más debajo de las mantas—. Sólo vete y déjame en paz.
—¿Así puedes pudrirte aquí? De ninguna manera.
Ella puso la almohada sobre su cabeza, sabiendo que era inmaduro pero haciéndolo de todos modos. —Estoy cansada. Déjame dormir.
—¡Has estado durmiendo durante tres días!
—¡Déjame en paz! —Gritar hería su garganta y la hacía toser, aunque incluso así no podía pretender estar todavía enferma.
—De ninguna manera.
Todd agarró las sábanas y las apartó de ella, retiró la almohada de sus manos y la tiró al suelo. Gilly se sacudió hacia él, sin poder sujetar las sábanas mientras él las empujaba lejos también. Rabia al rojo vivo la llenó, y ella gritó, un grito sin palabras de enojo como fragmentos de vidrio en su garganta ya herida.
Sin dudarlo, Todd se agachó y agarró la parte delantera de su camisón. La tela se rompió cuando él la sacó de la cama. Gilly luchó contra él, retorciéndose en su agarre. Sus pies tocaron el suelo y su tobillo se inclinó, enviando destellos de dolor estallando por su pierna. Se mordió una maldición, sus palabras tan duras como la de él, y le dio un puñetazo en el estómago.
Todd apenas se estremeció cuando la abofeteó en la mejilla sin soltar la parte delantera de su vestido. Gilly se tambaleó, con la mano en su rostro. Sangre brillante goteó de la comisura de su boca y dedos manchados. El vestido se desgarró por completo desde el cuello hasta la cintura, dejando al descubierto la camisa y los pantalones de chándal que llevaba debajo, y ella cayó de espaldas sobre la cama.
—Eres un hijo de puta —dijo, incrédula, mostrándole la mancha carmesí—. ¡Me pegaste! ¡Maldita sea, me pegaste!
—Levántate.
Él la había golpeado antes y hubo un momento que en realidad había deseado que la golpeara, pero se sentía surrealista comparado con esto. Se frotó la sangre en sus dedos. —Eres un idiota.
Sus ojos se estrecharon. —Levántate o lo volveré a hacer.
Al parecer, ella no se movió lo suficientemente rápido para él. Se agachó y la agarró por la pechera de la camisa con ambas manos y tiró de ella hacia arriba. Gilly logró golpearlo en la cara.
Todd gruñó, girando la cara por la fuerza de su golpe. Cuando él la miró con ojos brillantes, su boca se había apretado y estrechado. Sus fosas nasales se dilataban.
—Te dije que no lo hicieras.
—¡Tú me golpeaste! —gritó ella, colgando desde el puño de él, advirtiendo incluso en su angustiado estado cómo la nariz de él se arrugaba y volvía la cara del soplo de su aliento agrio. —¡Tú! ¡Me golpeaste!
Los ojos de Todd no se abrieron. —Y lo haré otra vez si no consigues juntar tu mierda.
Gilly parpadeó, tragando una réplica. Él era tan grande que la había levantado a las puntas de sus pies, y en calcetines no podía hacer ningún daño sin plantar los pies o patear sus espinillas tampoco. Ni siquiera podía conseguir otro buen golpe en el rostro de él, si ella estaba siendo tan estúpida.
—¿Vas a ser sensata? —preguntó.
Ella no asintió o negó, pero Todd debió haber visto algo en su cara, porque soltó la parte delantera de su camiseta. Gilly se sostuvo sobre sus pies, sobre todo porque la tomó de la parte superior del brazo. Sus dedos casi podían rodear su bíceps, agrupando la manga.
—Vamos —dijo Todd—. Abajo.
Se clavó en sus pies y trató de regresar a la cama. —Estoy cansada. Quiero quedarme en la cama.
—No. —Él la tiró con más fuerza—. No puedes quedarte aquí todo el tiempo. Tienes que cuidar de ti misma.
—Dijiste que no lo harías —murmuró Gilly.
Todd no soltó su brazo. —¿No haría qué?
—Obligarme a hacer nada que no quiera hacer.
Él gruñó. —Por Dios, Gilly, apestas. No has cambiado tu ropa en una semana. ¿Cuándo fue la última vez que te has cepillado los dientes? ¿Cómo puedes soportarlo?
No podía, en realidad, ahora que estaba totalmente despierta y consciente de ello. Pero no quería hacerle saber eso. Trató de tirar de su brazo, pero su agarre era demasiado apretado.
—Tú estás lastimando mi brazo.
—Lo sé.
—Déjame en paz —rogó Gilly con una mirada a la cama—. ¿Por qué te importa?
—No puedes dormir todo el tiempo —dijo Todd, acentuando sus palabras con un movimiento—. Si no estás enferma, no puedes quedarte en la cama todo el día. No puedes simplemente... desvanecerte.
—¡No estoy desvaneciéndome, estoy esperando! —gritó Gilly.
Todd dejó caer su brazo y se alejó de ella. Él no tuvo que preguntarle lo que estaba esperando. —Dijiste que no era necesario que me ocupe de ti nunca más. Entonces tienes que cuidar de ti misma.
—¿Por qué te importa? —repitió Gilly.
—No haces ningún bien a nadie aquí —dijo Todd—. No a mí, no a ti misma... ni a ellos tampoco.
—No. No hables de ellos.
Él suspiró y se frotó los ojos. —Haré un trato contigo. Te comprometes a venir abajo y actuar como un ser humano...
—¿Y qué? ¿Me dejarás ir? —Gilly resopló, frotando la mancha en el brazo donde aparecería la contusión.
Negó con la cabeza. —No, no dejaré que te vayas, por el amor de Dios, Gilly, eso se está haciendo bastante viejo. ¿Pero quieres correr en la nieve otra vez? ¿Ser una idiota? Adelante. Ve lo que sucede en esta ocasión, a ver si puedo salvar tu lamentable culo una vez más.
—¿Qué cuando la nieve se derrita, Todd? ¿Entonces qué?
Su mirada vaciló por un segundo antes de que la empujara lejos de él y se dirigiera al centro de la sala, con la cabeza gacha. Cuando giró para mirarla, sus ojos oscuros eran grandes en su rostro, su boca en un gesto pensativo.
—¿Por qué no te gusto? —preguntó—. No te he hecho nada realmente malo, Gilly. No realmente malo.
—No me gustaras nunca. ¿No ves que no puedo?
—¿Por qué no? —Todd extendió las manos, dándole esa mirada de cachorrito—. ¿Por qué?
—Porque eres mi enemigo. —Gilly juntó los pedazos de su vestido con una mano, el tejido era inútil como un escudo pero no pudo dejarlo. Su boca escoció cuando habló, pero había parado de sangrar—. Porque me estás manteniendo de las cosas que amo.
Suspiró como si el peso del mundo hubiera llegado a descansar en sus anchos hombros. —Podríamos llevarnos mejor.
—¡No! —Ella retrocedió, con una mueca.
—No me refiero a eso —dijo en voz baja.
—Sé que no lo hiciste. La respuesta sigue siendo no.
Parecía enojado otra vez. —Estamos atrapados aquí, Gilly. No hay manera de evitarlo. Estamos jodidamente atrapados aquí en el medio de ningún lugar con nuestros culos en la nieve. Esa es la manera en que es. No me empujes a ser algo que deseas que sea para poder sentirte mejor acerca de lo que hiciste.
No era la declaración de un hombre estúpido, sino de uno perspicaz, y Gilly se preguntó qué habían hecho las personas en su vida y por cuánto para convencerlo de que era tan tonto.
—No quiero hacerte daño —dijo Todd—. No quiero.
Pero lo haría. Las palabras no dichas, sin embargo colgaban entre ellos, alto y claro.
Ella apartó su cara. —Cuando la nieve se derrita, trataré de escapar. ¿Vas a atarme?
—No soy tan perverso —dijo Todd—, aunque una chica me pidió una vez ponerme su ropa interior.
Esto iba en serio y odiaba que estuviera haciendo una broma. —Lo único que me retiene aquí es la nieve. Sabes eso.
—Ah, que me condenen. Sí. Lo sé. — Todd frunció el ceño.
—Entonces, ¿qué ocurrirá cuando la nieve se derrita? —Hizo la pregunta en voz más baja esta vez, no presionando tan duro. Realmente curiosa. Ella quería saber la respuesta.
—Conocí a un viejo perro de caza una vez —dijo Todd después de una pausa—. Él no era mío, nunca he tenido un perro. Pertenecía a un tipo que vivía en la calle de uno de los lugares donde me pusieron después de... uno de los lugares donde viví cuando niño.
A su pesar, Gilly levantó la cara para encontrarse con su mirada fija. La voz de Todd era sólida, profunda y precisa, incluso en su forma sin clase. Él se paró con los pies ligeramente separados, con las manos a los costados. Contándole.
—Este perro era un hijo de puta. El tipo lo mantenía fuera con una cadena, y ese perro correría tan rápido para morder tu culo que se tropezaría con sus propios pies. Todos los días, tenía que caminar por ese perro en mi camino a la escuela y todos los malditos días trataría de morderme. Pero nunca lo hizo.
Todd rió, bajo. —El dueño podría sólo haberse deshecho del perro cuando lo vio, pero nunca lo hizo. Ese tipo siempre se aseguraba de que el perro tuviera un montón de comida y agua, y le daba juguetes para masticar y huesos de cuero crudo. Y cada noche, cuando ese tipo venía a dar de comer al perro, él le daba palmaditas en la cabeza y le rascaba detrás de las orejas. Y el perro, ese jodido perro siempre gruñía.
—El hombre amaba a ese perro, a pesar de que el perro no lo quería de vuelta, y nunca le dio las gracias por todas las cosas buenas que hizo por él. Entonces, una noche, cuando el tipo fue a dar de comer al perro y a darle una palmadita en la cabeza, el pequeño hijo de puta no se molestó en gruñir. Esta vez, tomó una gran parte de la mano derecha del hombre.
La garganta se le había secado durante la narración de su historia. —¿Qué pasó entonces?
Todd sonrió, una expresión vacía, mostró los dientes y no llegó a sus ojos. —El tipo entró en su casa, consiguió su escopeta y voló la cabeza de ese pequeño cabrón de inmediato.
No había ninguna duda del sentido de su historia, pero Gilly no tenía miedo de él. —¿Quién de nosotros es el perro?

—No lo sé, Gilly —dijo Todd—. Supongo que tendremos que esperar y ver.

martes, 11 de junio de 2013

Capítulo Diecinueve

Ella fue a por las últimas pastillas y probablemente no las necesitaba, pero las tomó de todos modos. Los medicamentos que se suponía despertaba a la gente siempre la hacían dormir, así que se quedó en la cama. Además, bajo las mantas ella estaba cálida, y bajo su protección no tenía que hacer frente a Todd.
Cuanto más dormía, el sueño parecía más fácil encontrarla. Gilly, que no había salido una noche sin interrupción por más de cinco años, ahora pasaba más de la mitad del día en la cama, arrastrándose abajo sólo para ir al baño y comer unas rebanadas de pan duro, mientras Todd estaba fuera fumando o cortando leña para la estufa. Regresaba al piso de arriba antes de que él entrara, y cuando él subía al desván y se quedaba de pie sobre ella, mirando, Gilly cerraba los ojos y fingía estar soñando. Ella siempre había sido una soñadora vívida, pero ahora sus sueños se hacían más reales para ella que su vida.
A veces soñaba con cosas que ya habían sucedido. Su boda con Seth, bailando en un musical de secundaria, cayendo de su bicicleta y cortándose la pierna lo suficiente como para necesitar puntos de sutura. Soñaba cosas que nunca habían ocurrido y otras probablemente que nunca volverían a ocurrir: apareciendo en Broadway con el papel de Annie Oakley, volando, asistiendo a Harvard.
Soñaba con sus hijos, el dulce aroma de piel y suavidad de sus mejillas mientras los abrazaba. Los días en que los amamantaban cuando bebés, cuando fruncían sus pequeñas bocas tan dulcemente contra su pecho y sus dedos se cerraban alrededor de los suyos. Esos sueños la dejaban adolorida y desesperada por dormir de nuevo, tanto para escapar como para abrazar sus sueños.
Y soñaba con rosas. Siempre rosas, nunca tulipanes, narcisos o lirios, flores de todo tipo que en realidad tenía en su patio. Campos gigantes de rosas y ella misma en medio de ellas, viéndolas florecer y morir una y otra vez mientras trataba de apoderarse de ellas y sin nunca tener éxito. No sabía lo que un diccionario de sueños diría sobre el simbolismo de las rosas. Pero sabía lo que significaban para ella.
Cuando la noche caía y Todd subía de nuevo la escalera, esta vez para entrar en su propia cama, Gilly esperaba oír el estruendo de sus suaves ronquidos antes de ir a usar el baño otra vez.
Volvía bajo las mantas en menos de diez minutos.
Cuando era niña nunca había tenido sentido para ella, por qué su madre se quejaba de estar tan cansada todo el tiempo cuando apenas salía de la cama. Cómo su madre podría estar aún durante mucho tiempo sin moverse. Entendía a su madre mucho mejor ahora.

Gilly se dejaba llevar de esa manera, hasta la mañana, cuando una mirada desde su almohada mostraba nada más que blanco fuera de la ventana. Nada había cambiado. Tal vez no lo haría jamás. Su letargo se hizo más profundo cada día. Se despertaba para comer e ir al baño, pero pasaba el menor tiempo posible con cualquier actividad antes de regresar a la santidad de su cama. Debajo de las mantas, estaba protegida del mundo.

lunes, 10 de junio de 2013

Capítulo Dieciocho

El día siguiente fue mejor. Su visión era clara, su cabeza no tan pesada. Se despertó sintiéndose renovada, y aunque sus piernas todavía temblaban mientras salía de la cama, Gilly podía caminar.
En una cabaña tan pequeña como ésa, no podía evitarlo por siempre. Parecía trivial e infantil no hablar con él cuando no habían más que unos pocos centímetros de distancia en la mesa del desayuno. Especialmente cuando él empujaba el azúcar hacia ella mientras agitaba su té.
—Gracias. —Gilly se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo. —Gracias, Todd.
Él gruñó, paleando avena en su boca. —Lo que sea.
Alargó la mano vacilante, odiándose a sí misma por ello, pero incapaz de evitar ser decente. —Quiero decir, gracias por... todo. No tenías que hacerlo.
Él la miró fijamente. —Hubo un montón de cosas que no tenía que hacer.
Asintió. —Pero lo hiciste.
—¿La vida no es divertida de esa manera? —le preguntó Todd, luego le disparó una de sus sonrisas de lobo. Dijo sus siguientes palabras con un exagerado acento holandés de Pennsylvania. —Una gran, gran cagada, ¿no?
Su comentario casi la hizo reír, pero al final, no lo hizo. —Sí. Claro que lo es.
Todd se encogió de hombros, mirando hacia abajo. Su rostro había iniciado la curación. Las heridas que le había infligido podría no dejar cicatrices, pero Gilly nunca lo miraría sin recordar cómo le había hecho sangrar.
Nadie la culparía. Probablemente ni siquiera Todd. Pero mientras lo veía levantarse de la mesa y llevar su plato con el de él al fregadero, Gilly se culpaba.
—De todos modos —dijo—. Gracias.
Todd se encogió de hombros, de espalda hacia ella, y puso la tetera. Trajo dos tazas y dos bolsas de té. Abrió los armarios, buscando hasta encontrar un paquete de galletas de chocolate tipo sándwich, aquellos con chispas de chocolate que habían hecho hace ya mucho tiempo. Abrió el paquete, dispuso las galletas en un plato con flores y lo deslizó sobre la mesa delante de ella.
—Aquí —dijo con voz ronca.
—No, gracias. No tengo hambre. —Su estómago todavía rondaba al borde de la náusea mientras su boca se hacía agua a la vista de comida chatarra.
Una leve sonrisa asomó la comisura de sus labios. —¿Por qué las mujeres nunca tienen hambre?
—Realmente no tengo hambre —dijo ella, pero tomó una galleta de todos modos. El blanco glaseado tocó la punta de su dedo y se lo lamió. La dulzura era casi demasiado, pero después de un segundo se asentó en su estómago.
—De acuerdo. —Todd inclinó su cadera sobre el mostrador y cruzó los brazos sobre su pecho. —¿Qué tal una ensalada? ¿La quieres en lugar de eso?
Gilly frunció el ceño. —No. Puaj.
Él se echó a reír y apagó el gas justo cuando la tetera empezó a silbar. Volvió a llenar sus tazas, luego se sentó. Llevaba una camiseta blanca debajo de una camisa abierta con un broche frontal occidental. Se había enrollado las mangas hasta los codos.
Por primera vez, Gilly notó el tatuaje en la parte interior de su brazo izquierdo, a medio camino entre su muñeca y codo. Tinta negra y números estilizados. Al principio supuso que era una pieza de caligrafía japonesa de la clase que se había vuelto tan de moda en los últimos años, gente que se firmaba con palabras que no sabía leer. O tal vez era tinta tribal, otra tendencia que nunca había entendido a menos que fuera por alguien con patrimonio indígena. Se suponía que los judíos no se hacían tatuajes, de todos modos, pero si alguna vez llegara a considerar conseguir algo permanentemente incrustado en su piel, sería algo que tuviera sentido para ella personalmente, no algo que todo el mundo conseguía sólo porque era popular.
Ella lo vio con mayor claridad cuando estiró el brazo para tomar un par de galletas del plato. Sin caligrafía o marcas tribales, aunque los números  habían sido elaborados de forma tan estilizada que los hacía casi indescifrable.
1 de 6
Le tomó unos segundos descifrar su significado, algo así como tratar de leer una matrícula personalizada o esa moderna pieza de cruz que decía ‘Jesús’ cuando mirabas de un lado y parecía un cuadro sin sentido al otro. Como aquellas cosas que una vez las descubría no había manera de no verlas, por supuesto. Gilly resopló suavemente, sintiéndose estúpida.
—Uno de los seis —dijo en voz alta.
Todd saltó. Su mano golpeó la taza, enviándola al suelo, donde se hizo añicos. El té caliente salpicó. Gilly saltó también con el sonido, y el movimiento repentino envió una ola de vértigo a través de ella.
Todd estaba parado. —Mierda. Mira eso.
Sonaba demasiado angustiado por un sencillo accidente, aunque la taza se había roto, el armario estaba provisto de al menos una docena más. La taza llevaba el nombre de un banco y ella no veía cómo podría tener algún valor sentimental. Todd dio una patada a un trozo de porcelana, haciéndolo deslizarse por el suelo mientras iba al lavabo por un paño de cocina.
—Ten cuidado —dijo Gilly automáticamente cuando se inclinó para limpiar el derrame—. Utiliza la escoba primero.
Se detuvo con la cabeza gacha y los hombros encorvados. —Puedo limpiar una taza rota.
—No estoy diciendo que no puedes. Sólo quería decir...
—Sé lo que quieres decir —Se puso de pie y tiró la toalla en el lavabo mientras Gilly observaba, incapaz de entender.
Todd pasó por la despensa hacia el cobertizo, y regresó con una antigua y desgreñada escoba de paja. El mango estaba pintado con diseños extravagantes y parecía totalmente fuera de lugar en esa cabaña que se veía como si no hubiera visto el toque de una mujer en un largo tiempo, o nunca. En la otra mano, agarró una pala roja de metal que parecía tan vieja como las sillas en el porche delantero. La puso en el suelo y la sostuvo con su bota mientras barría la taza. La escoba de paja dejaba marcas de suciedad en el suelo que ella había fregado no hace tanto tiempo, y Gilly hizo un ruido involuntario de protesta.
Todd la miró con el ceño fruncido. Abrió la boca para quejarse por el desorden que había hecho sobre el piso relativamente limpio, pero se detuvo. Él no la quería regañando.
Él terminó con la taza mientras bebía su té y mordisqueaba la galleta que en su afrenta la había obligado a tomar. Sentada, mientras alguien más limpiaba era una novedad tal que tenía que disfrutar de ella, al menos un poco, a pesar de que no quería. Pero cuando él salió de nuevo para regresar la escoba y el recogedor, Gilly no pudo quedarse en su asiento.
Ella tomó el paño de cocina, humedecido, y limpió las manchas que había dejado atrás. Levantó la vista al oír el sonido de sus botas y lo encontró mirándola fijamente. Se levantó para enjuagar la toalla, aunque el agua del grifo estaba demasiado fría para que fuera fácil de limpiar.
—Gracias —dijo Todd.
—De nada.
Escurrió el paño y lo dejó colgando sobre el borde de la pileta. —Te puedo hacer otra taza, si quieres. El agua está probablemente todavía muy caliente.
—No. —Todd rondaba entre ella y la mesa—. Estoy bien.
Había bajado la manga de su camisa, un hecho que Gilly notó pero no dijo nada al respecto. Se miraron el uno al otro hasta que él se enderezó. Era siempre más alto de lo que ella pensaba que era, probablemente porque se encorvaba mucho. Más alto y de hombros amplios. Ocupaba un montón de espacio, pero ahora Gilly no se sentía amenazada.
—Saldré a fumar —dijo Todd, aunque nunca se había molestado en advertirla o pedir su permiso en el pasado.

Ella lo vio salir por la puerta principal. Entonces buscó la escoba de nuevo y se aseguró de que no quedara nada cortante en el suelo. Él había regresado en el momento en que ella regreso la escoba en su lugar. Si le importó su limpieza después de la de él, Todd no lo dijo.

Capítulos Quince, Dieciséis y Diecisiete


Capítulo Quince
Pensó que varios días pasaron, pero no estaba segura. Gilly dejó el sofá cuando Todd la arrastró al cuarto de baño para usarlo. Él no la dejó, incluso allí. Le ofrecía sopa caliente, té y los medicamentos, y cambiaba los paños fríos en su frente cuando la fiebre la secaba. Cuanto más ofrecía, más tomaba ella, hasta que se había entregado a él por completo.
Eso era lo que había querido, pero no de la manera que quería. Después de tener a sus hijos había enfermeras en el hospital que le habían traído comida y ayudado a mear. La clase de enfermera que incluso había levantado el pecho de Gilly con una eficacia firme para ayudarla a amamantar a Arwen, una intimidad que Todd no había tenido motivos para emplear.
En cuanto a lo demás, no era muy diferente de haber permitido el tomarla. Sus razones para dejarlo eran las mismas. Tendida en el sofá, Gilly no tenía que pensar. No tenía que recordar que estaba extrañando a sus hijos, que su esposo debía estar enfermo de dolor por su pérdida. Su enfermedad le daba el desprendimiento de una legitimidad que de otra manera no se habría permitido a sí misma. Por fin su deseo había sido concedido, una enfermedad tan grave que era incapaz de cuidarse a sí misma.
Pasaron los días, de una visión borrosa a otra, mientras ella dormía y soñaba. Hubo momentos en los que realmente no sabía dónde estaba, o quién era Todd, momentos en que su mano reconfortante en su frente se convertía en la de Seth, o incluso en la de su madre. Gilly lloraba en medio de estos sueños febriles, porque su madre había muerto hacía más de doce años, antes de que ella y Seth se hubieran casado, antes de que Gilly se hubiera convertido en una madre y pudiera hablar de las alegrías y dolores de la maternidad con ella.
Gilly no quería morir. De hecho, se negó a ello. No de esta forma, no de una estúpida y simple gripe. No en una cabaña con un hombre que no era de fiar y que no le gustaba. No lejos de su familia.
El poder de su voluntad había sido una fuerza impulsora en ella desde la infancia y los secretos que había tenido que mantener sobre la enfermedad de su madre. Había visto a través de la escuela secundaria, cuando las buenas calificaciones y pastelitos habían sustituido a las fiestas de pijamas y las citas de graduación. Y en la universidad, cuando el éxito la había asustado más que el fracaso. La salvaría también ahora.

Febrero...

Capítulo Dieciséis. 
Llegó el día en que su cabeza ya no amenazaba con estallar cada vez que se movía, y su garganta no picaba constantemente con el impulso de toser. Estaba lejos de estar bien, pero reconoció con intenso alivio que se sentía mejor. Ya no lo necesitaba, y mientras él pasaba un brazo por debajo de ella para ayudarla a levantarse, habló con voz apagada y plana.
—Por favor no me toques.
Los dedos de Todd temblaron brevemente en su hombro, y luego se retiraron. —Sólo estaba...
Ella habló con frialdad, sin mirarle, con la barbilla levantada para evitar que su voz temblara. —Estoy mejor ahora. No tienes que hacer eso.
Su aliento silbó por entre sus labios y se echó hacia atrás.
—Gracias Todd.
—¿Qué?
No había fumado alrededor de ella durante lo peor de su enfermedad, ya que la hacía estallar en una tos violenta, pero ahora sacó un cigarrillo y lo encendió. —Gracias Todd. Por ayudarme mientras vomitaba mis tripas. Gracias Todd, por llevarme al baño, así no podría mearme encima. Podrías haber dejado que me ahogara con mis propios mocos. —El lugar en el interior de su mejilla seguía dolorido, pero se mordió todos modos—. Pero no lo hiciste. Así que... gracias.
Todd gruñó y levantó la cabeza para mirarla. —Jesús Las mujeres son todas iguales. Perras ingratas.
Gilly apretó la mandíbula. —Dije gracias.
—Sí, me di cuenta de que lo querías decir. ¿Sabes cuál es tu problema, Gilly? Eres jodidamente orgullosa —Todd la soltó y se alejó. Fue a la cocina y cerró algunas puertas de armarios, pero no tomó nada. Salió por la despensa y el cobertizo, cerrando la puerta tras de sí.
Gilly se sentó rígidamente en el sofá, con las manos apretadas sobre el regazo. La había llamado ingrata, y tenía razón. Él la había ayudado durante la peor enfermedad que jamás tuvo. Así como no la había dejado en la nieve para congelarse, o no la había apuñalado en el corazón. Ella podría haber muerto sin él. No por querer que no fuera cierto era por ello menos cierto. El orgullo le impedía gratitud. Sin embargo, ¿no era lo único que le quedaba?




Capítulo Diecisiete.
Después de eso, él la dejó sola. Gilly había pasado tantos días tumbada en el sofá que se moría de ganas para un cambio. Ella logró erguirse a sí misma en uno de los sillones con una pila de mantas y una almohada para su cabeza, pero una vez sentada no tenía fuerzas para hacer nada más. Se pasó el día allí, y lo más cerca que Todd estuvo a ella fue cuando se inclinó para poner más leñas al fuego.
Comía en la cocina, solo, sin ofrecer a traer nada. Cuando ella cojeaba a la mesa de la cocina y tenía que poner la cabeza hacia abajo para mantenerse a sí misma de desmayarse, él la ignoraba y salía de la habitación. Esa noche, ella logró sólo un vaso de agua y un puñado de rancias galletas saladas.
Hacer frente a las escaleras empinadas por ella misma era una tarea más desalentadora. Casi se rompió entonces, pero se detuvo de pedir su ayuda. Sintió sus ojos en ella mientras ponía un pie en el primer escalón, y sólo su mirada le permitió enderezar la espalda y dar el siguiente paso. Otro paso había tambaleado su cabeza. Puso ambas manos sobre la barandilla. Un paso más y tuvo que sentarse para recuperar el aliento.
Gilly casi gritó, deseando sólo caer en la cama y dormir. Dio una palmada en su rostro limpiando las lágrimas, forzándolas a alejarse, y luego dio un paso más. En el momento en que llegó a la cima de la escalera, estaba sobre sus manos y rodillas. Arrastrándose, cruzó la habitación en el ático y lo hizo sólo hasta la mitad antes de que se derrumbara por el agotamiento.
Sólo un poco más lejos. Puedes hacerlo. Puedes meterte en la cama, y ​​luego puedes volver a dormir. Pero no puedes dormir aquí.
Se empujó a sí misma sobre sus brazos con un gemido bajo, girando la cabeza. Había dejado las píldoras abajo, y al darse cuenta dejó escapar un sollozo. Su frente tocó nuevamente las sucias tablas de madera. El polvo la hizo estornudar hasta toser con ásperos ladridos. El mundo se atenuó, pero se obligó a permanecer consciente.
No se había dado cuenta de que Todd la había seguido hasta que habló. —¿Estás bien?
—Bien —acertó a decir.
—Eres más tonta que yo —Todd se agachó junto a ella y le puso una mano gentil entre los omóplatos. —Vamos. Deja que te ayude.
Ella supuso que simplemente la tiraría erguida, pero Todd esperó. Gilly le miró con los ojos hinchados y a través de la franja de su cabello, grasiento y descuidado. Se humedeció los labios agrietados. —¿Por qué?
¿Por qué debería? ¿Por qué querrías hacerlo? Gilly no estaba segura de lo que quería decir.
Todd se sentó sobre sus talones y ladeó la cabeza hacia ella otra vez, como si mirarla desde un ángulo ayudaría a entenderla mejor. —¿No harías lo mismo por mí?
Gilly logró hacer un ruido ronco que sonaba tan polvoriento como el suelo debajo de ella. Todd sonrió un poco. Se apartó el pelo de los ojos con un movimiento rápido de los dedos.
—Puede que no. Muy bien, así que me dejaras ahogarme hasta la muerte con mis propios mocos. Lo entiendo. —Se encogió de hombros.
Gilly, aún sobre sus manos y rodillas, parpadeó lentamente. La verdad le pinchó. Como una espina.
—Sé que piensas que soy una especie de monstruo —dijo Todd después de un momento en el que ella no dijo nada.
No la miró. Cambió su peso, sus botas se deslizaron sobre la madera. Podía contar los hilos colgando del dobladillo de sus vaqueros. Las grietas en el cuero de sus botas.
—Bueno... tal vez tengas razón —continuó—. Tal vez lo soy. Pero no voy a dejar que sólo... te mueras. No puedes quedarte aquí en el piso así. Si quieres entrar en la cama, te ayudaré. Pero tienes que decirme que lo quieres.
Que te jodan.
Las palabras se formaron en su cerebro, pero no en su lengua. Ella siempre había odiado que le dijeran qué hacer. Gilly parpadeó de nuevo, sabiendo que luchar contra esto era inútil, ridículo y mezquino. Sintió su toque entre sus omóplatos de nuevo.
Asintió.
Él puso sus manos bajo sus axilas y la alzó. No suavemente. La habitación giró cuando la levantó en posición vertical y la llevó a la cama donde la dejó caer sin gracia. Todd se quedó atrás, viendo como Gilly se retorcía en las mantas.
—¿Necesitas algo?
Consiguió croar una respuesta. —No.
Él apartó su pelo de los ojos de nuevo. —Voy a bajar. Si necesitas algo, grita.
Cerró los ojos. —Está bien.
Escuchó el sonido de sus botas, pesadas en el suelo, y el golpe de él bajando por las escaleras. La suavidad de la cama la acunó, y no podía negar que era mejor que el sofá. Mejor que el suelo, donde todavía estaría si Todd no hubiera venido a ver cómo estaba.

Quería pensar en él como un monstruo, pero sabía que el verdadero monstruo ahí no era Todd.

domingo, 9 de junio de 2013

Capítulo Catorce

Se despertó de nuevo, esta vez en la oscuridad. Había echado las capas de mantas y ahora la frialdad la asaltaba. Gilly se estremeció, girando sobre la almohada y luchando para levantar las mantas de nuevo. Justo mientras lo hacía, sus mejillas se encendieron con un repentino y urgente calor.
Entendía en el fondo de su mente que tenía fiebre, pero no podía hacer nada al respecto. Parecía flotar en la oscuridad, y sin la cama debajo de ella para anclarla a la tierra, Gilly se preguntó si tal vez podría flotar hasta llegar al cielo.
Buscó a tientas el vaso de agua. Sus dedos empujaron el vaso, vaciándolo sobre su almohada. Presionó su mejilla contra la bienvenida humedad, pero muy pronto, incluso esa breve tibieza se había ido. El calor de su rostro era tan ardiente que secó el pequeño derrame en poco tiempo.
Pensó en llamar a Seth, sabiendo incluso mientras lo hacía que no iba a venir. No podía recordar exactamente por qué y no quería probar. ¿Dónde estaban sus píldoras, antibióticos y fuertes descongestionantes ​​que trabajaban para que su dolor de cabeza desapareciese?
Debía estar más enferma ahora. ¿Estaba en casa? Gilly tuvo el repentino temor de que su deseo se había hecho realidad. Había sido hospitalizada, tomada de sus hijos. ¿Quién estaba con ellos si ella estaba aquí?
Ella gritó sus nombres, buscando en la oscuridad, como si pudiera encontrar sus caras allí, cerca de sus dedos.
Sólo encontró frío y vacío aire. Gilly hundió sus manos de nuevo bajo las sábanas, abrazándose y enterrando su cara en la almohada. Alguien la había envuelto en algodón. El espesor del mismo, el peso, la encerraba, presionado por todos lados. Alguien había cubierto sus ojos con una gasa, de modo que incluso la oscuridad había adquirido una finan niebla blanca. Alguien había enguantado sus manos, por lo que todo lo que tocaba parecía lejano e irreconocible.
Manos acariciaron su frente. Dedos corrieron un delicado patrón por su mejilla. Gilly volvió la cabeza, sus manos atrapadas debajo del algodón y los guantes, incapaz de luchar contra las caricias que no quería.
—No —murmuró—. Las drogas... No es seguro...
Los antibióticos interferían con la eficacia de las pastillas anticonceptivas. No podía permitir que Seth le hiciera el amor, no en este ciclo, no sin alguna otra protección. No habían utilizado otro tipo de protección años.
—No —murmuró Gilly mientras ganaba fuerza para empujar las manos que ahora se deslizaban por debajo de sus hombros. —No me toques.
No hasta después de su siguiente período, cuando el ciclo no se viera afectado. ¿Pero cuando sería eso? Pensar era difícil, el esfuerzo enorme e inútil, porque no podía recordar de todos modos. ¿Dos semanas? ¿Una? ¿Pocos días?
—¡No me toques! —Encontró la fuerza de voluntad para decirlo, y las manos debajo de ella se alejaron y la dejaron sola.
Tenía que llegar a los niños. El pequeño Gandy estaba llorando por ella. Los pechos de Gilly hormigueaban con una sobrecarga que significaba que era la hora de comer.
Entonces se dio cuenta que no era el pequeño Gandy llorando por ella para cuidarlo, sino Arwen clamando por ella: —¡Mamá! —Luego eran ambos, gritando su nombre una y otra vez, con un sonido angustioso.
Tenía que ir a ellos, tenía que llegar a sus bebés. Gilly se liberó de las mantas que la anclaban a la cama. Incluso las tinieblas no le impedirían encontrarlos. Sus manos vagaron en el aire, nadando a través de él, pero no obtuvieron nada. Sus piernas eran de plomo. No podía moverlas. Se las arregló para empujarse fuera de la cama.
Cayó al suelo con un ruido sordo que sacudió su cabeza tan gravemente que gritó. Los gritos incesantes de ‘mama’ se detuvieron bruscamente y un sollozo de desesperación amenazó con desgarrar su garganta. Algo estaba mal con sus bebés. Tenía que llegar a ellos, tenía que hacerlo.
El piso de madera raspó su mejilla. Gilly se empujó contra él con poco resultado, demasiado débil para sentarse, mucho menos levantarse. Su aliento silbó en sus pulmones, forzándola a toser hasta que chispas brillantes destellaron en su visión.
No podía respirar. Gilly jadeó en busca de aire, pero se sentía como si hubiera sopa en sus pulmones, espesa y sofocante. Ella luchó, ahogándose y tosiendo para luego dejarse caer en el suelo.
Su mente se despejó un poco y recordó dónde estaba. Pero había escuchado a alguien decir ‘mama’. No lo había imaginado. Gilly se arrastró de nuevo en el suelo, pero no podía moverse.
La oscuridad empezaba a tornarse gris, pero no porque el sol estuviese saliendo. Franjas de color rojo parpadeaba en el gris. Iba a desmayarse.
Había estado durmiendo mucho tiempo, podía sentir eso. Dormitando por horas. Tal vez incluso días. Pero ahora la verdadera inconsciencia amenazaba, Gilly luchó como si se tratara de un ser físico. Las franjas rojas ganaron intensidad y se unieron, ocupando el gris.
La oscuridad había sido dura, aterradora, pero no terrible. Era natural, parte de la noche. El gris y rojo eran horribles en su casual reemplazo de la simple oscuridad, el gris y el rojo no se encontraba fuera de ella, estaban en su mente.
Sus brazos se tensaron incluso mientras se movía. Cada pequeña respiración, que se las arreglaba para tomar, sonaba retumbante como un tren de carga. Gilly jadeó, incapaz de hacer nada más que sucumbir al dolor en la cabeza, apretando las sienes con sus dedos congelados.
Estaba perdiendo la batalla. No podía levantarse del suelo, no podía llegar a sus hijos. Los había abandonado. A pesar de que la inconsciencia amenazaba, sus pensamientos se aclararon.
El gris y el rojo habían sido reemplazados por la oscuridad, negra como la tinta, como el alquitrán, como la eternidad. No la oscuridad de la noche, sino de la nada. Gilly la combatió también, pero no le fue mejor. Cerró los ojos, pero la oscuridad la siguió hasta allí.
No volvería a ver a sus hijos o Seth otra vez. Cualquiera sea la enfermedad contra la que había estado luchando durante las últimas semanas había echado raíces y florecido. Sin medicamentos para combatirla, y con las circunstancias actuales, la estaba superando.
Tosió de nuevo, débilmente, incapaz de tratar el desorden en sus pulmones robando su capacidad de respirar. Gilly se atragantó y se ahogó, sin poder parar.
Baja la velocidad. Un respiro a la vez. Respira lenta y exhala lentamente.
No sirvió de nada. Su respiración era demasiado cargada. Se alojó en su garganta, negándose a bajar a sus pulmones. El suelo debajo de ella se volvió.
¿Qué era esto? La oscuridad llenó su visión de lado a lado de modo que no quedó nada. Gilly no podía ganar.
Gilly se sumerge hasta el fondo del lago, en una apuesta para recuperar un disco de pesa. Ella toca el fondo fangoso, encuentra la pieza plástica de color llamativo, pero la búsqueda ha llevado demasiado tiempo. No ha pasado más de una cuarta parte del camino de regreso a la superficie antes de que sus pulmones empiecen a arder. A mitad de camino las piernas dejan de patear con fuerza suficiente para llegar de nuevo a la superficie a tiempo.
Ella ve la luz del día, dorada mientras se inclina a través del agua verde, y más allá la imagen reluciente de la balsa de madera anclada en el centro del lago. Vislumbra los rostros de sus amigos, observando, riendo, apuntando. Gilly deja ir la pesa, la siente golpear contra sus costillas y engancharse al nylon lila de su traje de baño. Busca la superficie, se aferra por aire, pero no puede alcanzarlo.
¿A cuál de todos los chicos nunca besará? ¿Qué canciones nunca escuchará? Nunca terminará la escuela, se casará, o mudará de la casa de sus padres. Arrepentimiento y anhelo le dan fuerza suficiente para lanzarse una vez, dos veces más, pero no es suficiente. Una ráfaga de burbujas, las últimas desesperadas, escapan de sus labios como mariposas que bailan en la brisa.
Sólo uno de sus amigos ha visto su aflicción. David Phillips extiende uno de sus largos brazos dentro del agua y arrastra a Gilly fuera por el pelo. Ella rompe la superficie asfixiándose y jadeando, respirando hondo. Sacudiéndose mientras todos ríen. Por el resto de la jornada, sufre las burlas de buen carácter del grupo al perder el disco y por lo tanto el reto, pero Gilly jamás sumergirá un dedo del pie en el agua durante el resto de ese verano.
En ese entonces sólo estuvo cerca de haberse ahogado, pero iba a ahogarse ahora. Esta vez no habría una mano subiéndola a un lugar seguro. Esta vez, tenía mucho más para lamentar que perder.
Oyó su nombre y pensó que era parte del sueño. La voz llegó de nuevo, esta vez más fuerte. Unas manos sujetaron las suyas y tiraron. Gilly no luchó contra el contacto esta vez, reconociendo que ellas estaban salvándola de ahogarse. De morir.
Una luz brilló en sus ojos, y al principio pensó que debía ser la mano de Dios. Ella parpadeó, y el brillo dorado reveló la cara de Todd en su lugar. Gilly sintió un alivio inmediato y decepción al mismo tiempo.
—No te mueras, Gilly —Los dedos de Todd mordían sus muñecas mientras la empujaba en posición vertical—. No te mueras, por favor, no te mueras...
No volvió a llevarla en la cama. La levantó, y Gilly tuvo tiempo para pensar que debió haber perdido peso, porque él no se tambaleó bajo ella esta vez. A pesar de todo, sonrió. ¿Sería flaca, ahora?
Él debió haber visto su sonrisa y tomado por otra cosa. —Jesús, Gilly. ¡No te mueras de mí!
—... sería más fácil para ti...—jadeó ella.
Se encontraban en la escalera ahora, con los pies y cabeza dando golpecitos contra las estrechas paredes con cada paso.
—Cállate —gruñó por el esfuerzo de llevarla. Así que no estaba flaca, después de todo.
—... Es lo que quieres...
—¡No es lo que quiero, maldita sea! —Con el grito de Todd el dolor tras sus ojos estalló de nuevo, pero Gilly mantuvo el dolor como una buena señal. No se le escapaba nada más.
Él la dejó caer en el sofá con los feos cuadros, su cabeza golpeó en el brazo. La dejó con la luz de la lámpara de propano en la mesa. Gilly logró mantenerse levantada, aunque sin el apoyo de los brazos de él apenas tenía fuerzas. De repente parecía como si alguien hubiera tomado una enorme aspiradora y succionara la basura directamente de sus pulmones y nariz. Pudo respirar de nuevo, aunque con un silbante y refunfuñado bufido, pero ella lo consiguió.
Si ella podía respirar, significaba también que podía toser. El primer ataque trajo un montón de porquería que escupió en la palma de su mano, sin preocuparse de cuán repugnante era. La maternidad le había hecho inmune a los fluidos corporales. Había tenido lo peor en sus dedos. El segundo ataque de tos extrajo un fino chorro de sangre de sus labios.
El moco verde le repugnaba, pero la sangre le daba miedo. Con las manos temblorosas cogió el rollo de toallas de papel que Todd le pasó y se limpió la mano y la boca. Esperó a ver si más sangre caería, tal vez una gota de ella, pero no lo hizo. Se veía aún peor en la toalla de papel, pequeñas manchas de color carmesí sobre el papel blanco. Lo arrugó entre sus dedos para no tener que verlo.
Él se cernió sobre ella. —¿Vas a estar bien?
—Necesito un médico.
Negó con la cabeza. —No puedo conseguir uno.
—Necesito medicamentos.
Él levantó las manos sin poder hacer nada. —No tengo ninguno. Sólo aspirina.
Otra tos se hinchó en la parte posterior de su garganta, pero tenía miedo de dejarla escapar. Tragó saliva para deshacerse de las cosquillas. La sensación de moco espeso escurriéndose por la parte posterior de su garganta la enfermó, pero el vómito sería peor que la tos.
Otra ronda de escalofríos la sacudió, repiqueteando sus dientes. Más dolor apuñaló detrás de sus ojos y en los huecos debajo de ellos. En sus mejillas también, y sus oídos, los cuales bombeaban sin piedad con cada trago. Gilly se meció por el dolor, su cuerpo sacudiéndose. Todd se paseaba delante de ella, cada paso con el tiempo suficiente para sacarlo de su área de vista y luego volver a ella otra vez mientras se giraba. Con casi todas las zancadas la pantorrilla de él frotaba contra el sofá hasta que incluso el temblor y su dolor de cabeza no pudieron impedirle gritar, aunque su grito salió no más que un susurro sibilante.
—Deja de hacer eso. Me estás moviendo.
Se detuvo y se arrodilló a su lado. —No sé qué hacer.
Ella estaba enferma, más enferma de lo que nunca había estado en su vida adulta, y sin embargo, aún tenía que ser la encargada. Cuidar de sí misma. El resentimiento barbulló en ella, pero no tenía la fuerza para hacer nada al respecto.
—Frazadas —Fue lo único que logró salir antes de que otra ronda de tos la atravesara—. Té caliente...
Todd puso su mano sobre su brazo, con timidez, como si temiera que ella le pediría quitársela. No tenía fuerzas para ello, y ahora no parecía una cosa muy importante. Como tantas otras cosas que habían sucedido en los últimos días, ¿qué diferencia hacía más tiempo?
Cuando vio que no iba a gritar, él se inclinó para mirarla. —Tienes que decirme qué hacer.
¿No era eso lo que estaba haciendo? Gilly apretó los dientes para detenerse a sí misma, mordiéndose la lengua. —Tráeme unas mantas, un té caliente. Un poco más de aspirina.
—Está bien.
Una idea la golpeó como un martillo entre los ojos, tan duro y fuerte que jadeó y tosió. —¡La camioneta!
—Está destrozada —dijo Todd—. No puedo conducir a cualquier lugar. Mierda, podría estar totalmente perdida, te he dicho eso.
—No conducirla —logró decir Gilly—. En la camioneta. Medicamentos. Está en la consola central. No los trajiste.
—No sabía —comenzó, a la defensiva, pero Gilly lo hizo callar.
Había parado en la farmacia justo antes de ir al cajero automático. Su prescripción, descongestionantes y antibióticos, se encontraban en la camioneta. Agarró su brazo, sus dedos resbalando y cayendo lejos sin fuerza. —Sólo ve. Trata. Tengo píldoras allí. Ayudarán.
La dejó y volvió en un momento con una manta que metió a su alrededor con fuerza. Todd metió los bordes alrededor de ella, alisándola. Y después de eso, no volvió por un largo tiempo.
Gilly cerró los ojos. El sueño la tomó de nuevo casi al instante, pero era inquieto. Se retorció en el sofá, tosiendo sin descanso cada vez que parecía ir a la deriva. Su cuello y espalda crujían por el esfuerzo, y los temblores todavía se arrastraban por ella.
¿Alguna vez se había sentido tan mal? Si lo había hecho, no podía recordarlo. Nunca había tiempo para estar enferma cuando era una niña, no cuando tenía que estar despierta y alerta para cuidar de su madre, que casi nunca estaba bien. Incluso en los años posteriores, cuando Gilly se venía abajo con todo lo que los chicos hacían y con frecuencia el doble de duro, ella no tenía ‘días de estar enferma’.
—Él no va a volver —dijo su madre, claro como la luz del sol, inconfundible.
Los ojos de Gilly se abrieron, y gritó con un silbido sin aliento. Estaba sola. Retrocedió hasta ponerse contra el brazo del sofá, incapaz siquiera de llorar.
No supo cuánto tiempo pasó antes de que el aire frío la acariciara. Oyó el traqueteo de botas. El siguiente silbato no salió de su garganta, sino de la tetera. Todd le trajo una taza de té y la llevó a sus labios. Quemó su boca y se estremeció, y el té era amargo, pero tomó un sorbo de todos modos. Él puso un par de pastillas en su boca y ella se las tragó.
—¿Qué más puedo hacer?
El calor del té y las mantas aliviaron su frialdad, o tal vez la aspirina estaba ayudando con la fiebre, no lo sabía. Los dedos de é estaban fríos en su frente, y se sentían muy bien. Gilly cerró los ojos de nuevo.
—Tengo que dormir. Dar tiempo al medicamento para hacer efecto.
Lo sintió dejándola, pero el sueño ya no se la llevaría. El sofá era viejo y desigual, y su cabeza descansaba en un ángulo incómodo. Las mantas que le habían dado una calidez bienvenida ahora yacían sobre ella como piedras. Zarzas habían florecido en su garganta, secas y punzantes.
Tosió de nuevo y él estaba allí, ayudando a que se sentara y sosteniéndole otro rollo de toallas de papel para coger lo que salía de su boca. Ella debería haber estado avergonzada, pero parecía no poder sentirla.
Los bordes suaves de su pelo rozaron la mejilla de ella mientras ponía una almohada detrás de su cabeza para aliviar la incómoda posición. Gilly volvió la cara, aceptando la comodidad que él ofrecía, pero incluso en su delirio indispuesta a aceptar al hombre que lo daba. Todd presionó más fuerte las mantas a su alrededor y luego se sentó en el sofá frente a ella.
—No debiste haber corrido en la nieve —dijo—. Y la camioneta... Conseguí las cosas, pero ahora se ha ido de verdad. El árbol no resistió cuando cerré la puerta. Está al pie de la montaña.
Lágrimas calientes se filtraron por debajo de los párpados cerrados de Gilly y se deslizaron por sus mejillas. No dijo nada. Todd suspiró. Oyó el golpe de su encendedor y olió el humo.

Eso la hizo empezar a toser de nuevo. Los pocos momentos de lucidez que había tenido comenzaron a desvanecerse de nuevo. Gilly se deslizó de nuevo en el mundo crepuscular.