Enero.
Esta era la vida que ella había tomado.
Galletas de queso crujiendo bajo sus botas. Con un toque
ligero de hedor sospechoso, como si leche se hubiera derramado en alguna grieta
sin descubrir, viniendo desde el asiento trasero. Una inacabada lista de tareas
pendientes, ropa apilada y esperándola en casa, dos niños muy cansados y de mal
humor lloriqueando. Esta era su vida, y la mayoría de las veces Gilly podía
ignorar estas pequeñas molestias que eran sólo pequeños detalles en un mayor cuadro
general. Podía abrazarlos, incluso.
Pero no hoy.
Por favor, silencio.
Durante cinco minutos. ¡Sólo cállense!
—Denle a mamá unos minutos. —Es lo que dijo Gillian
Soloman en cambio, su voz cantarina desmentía su creciente irritación.
—¡Tengo sed, mamá!— el alto lamento de Arwen quejándose
apuñaló los tímpanos de Gilly. —¡Quiero beber ahora!
Cuenta hasta diez, Gilly.
Cuenta hasta veinte, si es necesario. Vamos, no pierdas la cabeza. No la
pierdas.
—Estaremos en casa en quince minutos. —Esto no
significaría nada para Arwen, que no sabía cómo medir el tiempo, pero para
Gilly era importante. Quince minutos. Seguramente ella podía sobrevivir a cualquier
cosa durante quince minutos más, ¿no? La voz de Gilly se enganchó, cansada por
el esfuerzo de mantener la calma, y contuvo el aliento. Puso una sonrisa en su
cara no porque lo sintiera, porque no lo hacía. Mantuvo su voz tranquila y
suave porque un tono enfadado a los niños era como carnada para tiburones. Los ponía
frenéticos. —Te dije que trajeras tu botella de agua. Tal vez la próxima vez me
escuches.
Gilly se aseguró de firmar el cheque en el lugar
correcto y llenar el sobre de depósito adecuadamente. Lo revisó de nuevo. Era
sólo cambiar un cheque por diez dólares, pero si ella cometía un error con la
cantidad escrita en el sobre, la cooperativa de crédito podría y cobraría una
tarifa. Ya había ocurrido antes, recargando su chequera y provocando una
disputa entre ella y Seth. Los números estaban borrosos, se frotó los ojos.
—¿Mamá? ¿Mamá? ¡Mamá!
Gilly ni siquiera se molestó en responder, sabiendo
que en el momento en que ella dijera ‘¿Qué?’ Arwen permanecería en atónito
silencio, sin nada que decir.
Quince minutos. Veinte,
como mucho. Estarás en casa y puedes ponerlos frente a los dibujos animados.
Sólo mantenlo unido hasta entonces, Gilly. No lo pierdas.
Desde el otro asiento vinieron interminables gruñidos
sin palabras de Gandy quejándose y el constante golpe de sus patadas en la parte posterior del asiento de Gilly.
Bang, bang, bang, un metrónomo de irritación.
—Gandy. Para de patear el asiento de mamá.
Durante medio segundo mientras su pluma vacilaba,
Gilly pensó en abandonar este trabajo por completo. ¿Qué había estado pensando,
haciendo ‘sólo una parada más’?
Pero, maldita sea, tenía que cobrar este cheque y
retirar dinero del cajero automático que debía durarle toda la semana, y desde que
tendría que haber parado para recoger su receta en la farmacia...
—¡Quiero beber ahora!
¿Qué quieres que haga,
escupir en una taza?
Las palabras se precipitaron a los labios de Gilly y las
contuvo antes de que pudiera vomitarlas, enferma al pensar en lo cerca que en
realidad había estado de decirlas en voz alta. Esas no eran sus palabras.
—Quince minutos, bebé. Estaremos en casa en quince minutos.
Pum, pum, pum.
Sus dedos se cerraron sobre la pluma. Ella respiró.
Contó hasta diez. A continuación, hasta cinco.
No estaba ayudando.
Ayer por la noche: ella
tantea por la llave de su casa, porque Seth bloqueó la puerta que daba desde el
garaje hasta la lavandería cuando fue a la cama. Tropieza en una casa oscura en
la que nadie ha dejado ninguna luz prendida, llevando un montón de bolsas de
plástico llenas de jabón, calcetines y de todo para los demás, nada para ella.
Había pasado horas comprando, paseando por los pasillos de Wal-Mart, comparando
paños de cocina y tazas de baño sólo para que tuviera una excusa para estar a
solas durante una hora más. Tomó el largo camino a casa con la radio a todo
volumen, cantando las canciones con letras obscenas que no puede escuchar
frente a los niños porque lo repiten todo. Los juguetes dispersos, que habían
estado en sus cajas cuando se fue, ahora golpean sus pies y murmura una
maldición. En el dormitorio, iluminado sólo por la luz del pasillo para que no despertara
a su marido, la cesta de ropa a la espera-de-ser-guardadas han sido esparcidas
por, qué, ¿un tornado? Las ropas están por todo el piso, tiradas como si no
hubiera pasado una hora doblándolas.
Incluso ahora, al recordar, los dedos de Gilly
temblaron sobre el cajero automático y la rabia, ardiente como la bilis, se
elevó en su garganta. La excusa de Seth había sido: ‘Necesitaba pijama limpio
para los niños’.
Ella había ido a la cama a su lado, rígida de furia, con
el sabor de la sangre de su lengua mordida con fuerza.
Se había despertado, todavía estando igual de enojada,
con el sonido de Seth cerrando cajones de la cómoda y su demanda de ayudarle a
encontrar un par de calcetines limpios, aunque, por supuesto, estaban todos en
el mismo cesto que había desordenado la noche anterior. En la ducha Gilly había
inclinado la cabeza debajo del agua tibia que corría demasiado rápido para
relajarla. Se había alegrado cuando él no la besó para despedirse.
En el desayuno cada uno de los niños quiso algo
diferente a lo que había puesto en el plato frente a ellos. Los zapatos no
cabían en los pies, los abrigos habían sido sacados sin permiso, y cada par de
medias de Arwen había conseguido un agujero. El gato se escapó, y los niños
lloraron, no importa lo mucho que trató de tranquilizarlos de que Sandy estaría
bien.
Habían ido tarde a la cita con el médico de Gilly. En
cualquier otro día llegar a tiempo habría significado esperar quince minutos.
Hoy, la enfermera, de mal humor y con el ceño fruncido, les informó que casi
habían perdido su cita. Arwen se pellizcó el dedo en un cajón, y Gandy cayó del
banquillo rodante y golpeó su cabeza. Ambos niños salieron de la oficina en
lágrimas y Gilly pensó que tal vez podría comenzar a llorar también.
El día no mejoró. Hubo quejas, alboroto, gritos,
pataletas y amenazas de tiempo fuera¹.
Y, por supuesto, a pesar de que había pasado horas en
el Wal-Mart la noche anterior, igual se había olvidado de comprar leche. Eso
significó un viaje a Foodland. Eso significó los niños mendigando por cereales
azucarados que ella se negaba a comprar. Más lágrimas. Miradas compasivas de
mujeres en trajes coordinados sin manchas en la parte delantera y niños con
buen comportamiento que no actuaban como mendigos hambrientos. En el momento en
que habían terminado sus compras, Gilly estaba lista para llevarlos a ambos a
casa y echarlos a la cama. Había hecho una última parada en el cajero
automático.
Una última parada.
—¡Mamáaaaaa!
El lloriqueo aumentó en intensidad y persistencia. Las
patadas continuaron, incesante. Como todo esto. Como su vida.
Cuenta hasta diez. Muerde
tu lengua. Aguanta, Gilly. No lo pierdas. No lo pierdas.
Gilly se obligó a ponerse como La Bromista. No le habría
sorprendido sentir cicatrices rasgar abiertas sus mejillas de la sonrisa que se
forzó de nuevo.
—Diez minutos más, cariño. Sólo diez. Dejen a Mamá
hacer esto, ¿de acuerdo? Ahora, escuchen. Volveré enseguida.
Se volvió en su asiento para mirarlos, sus
ángeles-monstruos. Los ojos de Arwen habían estado entrecerrados, con la boca
torcida en una mueca. Gandy tenía mocos goteando de su nariz y una costra de
mugre en las comisuras de sus labios. Había derramado una caja de jugo por toda
su camisa azul pálida. Lucían como lo mejor de ella y Seth combinados. Eso era
lo que había hecho.
—Estaré de vuelta —dijo Gilly, aunque, francamente,
quería empezar a correr por la carretera y nunca mirar hacia atrás.
—Los dos quédense aquí y manténganse dentro de sus cinturones. ¿Me escuchan?
Con cinturones de seguridad. No se levanten de sus asientos.
Las buenas madres no dejaban a sus hijos dentro del
coche, pero el cajero automático estaba a sólo unos metros de distancia. El
tiempo era lo suficientemente frío para que los niños no pasaran calor dentro
de un vehículo cerrado, y los encerró para que nadie pudiera robarlos en los
cinco minutos que tomaría terminar su tarea. Además, pensó mientras deslizaba
su tarjeta de cajero automático en la máquina y marcaba su PIN, arrastrar a
ambos a la congelación, con el aire de la noche, sin duda sería peor que
dejarlos cálidos y seguros en el Suburban.
El viento helado sopló, azotando su pelo y enviando
bolitas punzantes de lluvia de invierno que habrían sido menos agresivos mientras
la nieve caía contra su rostro. Parpadeó contra ellas, concentrándose en aporrear
su número PIN con los dedos de repente entumecidos. Falló. Tuvo que cancelar y
volver a hacerlo.
Baja la velocidad. Hazlo
bien. Un número a la vez, Gilly. Todo irá bien.
Ella depositó el cheque, retiró un poco de dinero,
empujó su recibo y su tarjeta en su cartera y volvió al coche. Los niños habían
estado en silencio cuando abrió la puerta, pero después de treinta segundos, el
lloriqueo comenzó de nuevo. Las constantes patadas. Y con el persistente
murmullo de ‘¿Mamá?’ Gilly tragó la ira y trató desesperadamente de garabatear
la cantidad de su retiro del cajero automático en su chequera, porque si no lo
hacía ahora, en este instante, ella se olvidaría y habría otro sobregiro para
Seth quejarse, pero sus manos temblaban y los números eran ilegibles. Ella
respiró hondo. Entonces uno más. Obligándose a mantener la calma. No valía la
pena perder los estribos sobre nada de esto. No valía la pena gritar.
Cinco minutos. Por favor
sólo cállense durante cinco minutos, o juro que...
No te vuelvas loca. No lo hagas. Ella ni siquiera pensó
en ello.
Gilly puso la camioneta en marcha y la sacó lentamente
de la plaza de aparcamiento. El centro comercial bullía de actividad, con
Foodland recibiendo su parte de cobradores de noche y la tienda de suministros
de oficina tan ocupada. Gilly disminuyó la marcha por una furgoneta que había estacionado
torcido y con las luces de freno encendidas, mentalmente los amenazó con
violencia si se atrevían a salir delante de ella.
Esta parte del centro comercial había estado en
construcción por siempre. La promesa de una cadena de restaurantes populares y
un par de incorporaciones de alto nivel habían hecho a todo el mundo en Líbano
salivar al pensar en conseguir un poco de cultura, pero la mala planificación
final y la desaceleración de la economía habían estancado el proyecto. Sólo
habían llegado a construir una nueva carretera de acceso, reduciendo a una
navaja en una muñeca lo que antes era un pequeño campo ordenado. Gilly se
detuvo en la señal de pare y miró automáticamente más allá de la tienda vacía a
su izquierda, a pesar de que todo lo que había al final del camino en esa
dirección eran suciedad y contenedores de basura.
La puerta del pasajero se abrió y Gilly miró a su
derecha. Parpadeó ante el joven deslizándose por el asiento hacia ella. Cerró
la puerta y gruñó mientras pateaba la bolsa de lona en el suelo. Por un momento
infinito, no sintió terror, sólo confusión. —¿Dónde…
Entonces vio el cuchillo.
Enorme, dentado, sujeto en su puño. Ni siquiera miró a
su cara. Y ella no estaba confundida por más tiempo.
Fría e implacable furia la llenó y apretó sus manos hasta
el entumecimiento. Todo lo que había querido hacer era ir a casa, poner a los
niños en la cama y tomar un baño caliente. Leer un libro. Estar sola durante
unos preciosos minutos en paz y tranquilidad antes que su marido llegara a casa
y quisiera hablar con ella. Y ahora... esto.
La punta del cuchillo estuvo a una pestaña de su
mejilla, su otra mano tomó su cola de caballo y la apretó con fuerza. —¡Ve!
No hubo tiempo para pensar. Gilly fue. Ella golpeó el
pie con tanta fuerza en el acelerador que los neumáticos giraron sobre el terreno
resbaladizo por el hielo antes de avanzar. El Chevy Suburban corcoveó hacia
adelante, en dirección a la luz de tráfico y la carretera fuera de la ciudad.
Él tiene un cuchillo. La
presión de acero en la carne, cortándola. Chorros de sangre. No hay olor a eso,
el olor de la sangre. Eso es lo que un cuchillo puede hacer. Puede dañar y peor
que eso.
Puede matar.
Las manos de Gilly se movieron automáticamente en el
volante. Con un pequeño pensamiento consciente, movió su señal de giro y se
acercó a la línea de tráfico. La noche había caído. Nadie podía ver lo que
estaba pasando. Nadie podría ayudarla. Estaba por su cuenta, pero no estaba
sola.
—Haré lo que quieras. Simplemente no hagas daño a mis
hijos.
Sin sonrisa en esta ocasión, pero era la misma voz que
había usado hace unos minutos con sus hijos. Era la voz de madre, pensó. Nunca
se había dado cuenta. La realización envió una sacudida de náuseas a través de
ella.
—¿Mami? —Arwen sonó temblorosa, confundida. —¿Quién es
ese hombre?
—Está bien, chicos. —Esta no era la voz de madre,
gracias a Dios. Era la única que Gilly utilizaba para cosas como inyecciones y
puntos de sutura. Cosas que dañaban, no importaba lo que dijera o hiciera. Esta
voz se quebró como cristal en su garganta, dañando.
Gandy dijo con la sabiduría de dos años de edad: —Hombre,
malo.
La mirada del hombre disparó al asiento de atrás, como
si sólo ahora se diera cuenta de los niños allí.
—Mierda. —Él se acercó más. Se aferró al respaldo de
su asiento en esta ocasión, no su pelo, pero el cuchillo quedó muy cerca de su
cuello—. Gira a la izquierda.
Ella lo hizo. Las luces de los coches que se acercan
brillaron, y Gilly entrecerró los ojos. ¿Pisar el freno? ¿Girar la rueda,
golpear a otro coche? Una lista de opciones se enumeraron por sí mismos en su
cerebro y ella no tomó ninguna, su furia disuelta por el entumecimiento de la
indecisión y el miedo. Ella siguió sus órdenes vociferadas para salir de la
ciudad, lejos de luces y otros coches. Lejos de la seguridad. Lejos del auxilio.
—¿Dónde quieres que vaya? —La gran SUV rebotó con cada
bache en el camino, y el cuchillo osciló mucho más cerca de su carne. Sangraría
mucho si él la cortaba. No quería que sus hijos la vean sangrar. Haría
cualquier cosa para que no vieran eso.
El hombre miró por encima del hombro. —Te diré cuándo
dar vuelta.
El Suburban se dirigió a los campos agrícolas, pasó depósitos
y graneros, oscuros y silenciosos. Gilly se
arriesgó a mirar hacia él. Ella respiró hondo, habló rápido, así él escucharía.
—Tengo sesenta dólares en el bolso. Puedes tenerlos. Sólo deja…
—¡Cállate y conduce!
Ningún otro tipo de vehículo los pasó, ni siquiera en
la dirección opuesta. Polvo y arena salpicaron contra el parabrisas, manchándolo.
Encendió los limpiaparabrisas. No le obligó conducir por la vía rápida.
Si él no quería dinero, ¿qué quería? Su mente corría. ¿La
camioneta? El vehículo no era gran cosa, no el tipo de coche atractivo que ella
siempre había asumido que la gente quería robar. No era nada nuevo, pero sí bien
mantenido, tenía que costar un brazo y una pierna, pero ella no lo atribuía.
—Mira, si quieres la camioneta, lo puedes tener.
—¡Cállate! —El cuchillo cayó de nuevo cerca de su
hombro, lo suficientemente cerca para cepillar el pelaje de su chaqueta. La
hoja brillaba en la luz del tablero verde.
No quería la camioneta. No quería dinero. ¿La quería…a
ella?
Ambos niños lloraban desde el asiento trasero, un
sonido que en cualquier otro momento le habría puesto los pelos de punta. Ahora
le rompía el corazón. El camino se extendió, desierto y negro como el carbón frente
a ellos. Sin farolas en la granja de Pennsylvania. Nada más que la débil luz de
las velas eléctricas en la ventana de una casa de campo lejana bajeando por un
largo camino rural.
—¿Qué quieres? —Sus dedos habían ido más allá de la insensibilidad
al dolor de aferrarse con tanta fuerza en el volante.
Él no respondió.
—Sólo deja que mis hijos se vayan —Ella mantuvo su voz
baja, sin querer que Arwen y Gandy la escucharan—. Aparcaré a un lado y puedes
dejarlos salir. A continuación, haré lo que quieras.
Sólo quince minutos habían pasado. Ella habría estado
en casa por ahora, si no fuera por esto. El hombre a su lado dejó escapar un bajo
murmullo de maldiciones.
El cuchillo se cernía tan cerca de su cara que no se
atrevía siquiera a volver la cabeza para mirarlo. Delante de ellos, nada más
que oscuridad y camino recto.
—Sólo deja que mis hijos se vayan —repitió Gilly, y él
aún no respondía. Su temperamento cedió y se fragmentó. Destrozado—. Maldita
sea, hijo de puta, ¡deja ir a mis hijos!
—Te dije que callaras. —Él agarró la parte posterior
de su cuello, mantuvo la punta del cuchillo contra ella.
Ella sintió el fino, ardiente pinchazo y se
estremeció, esperando que la cortara. Él sólo empujó. No peor que un pinchazo
de aguja, pero todo lo que tomaría era un simple cambio de sus dedos y ella
estaría muerta. Accidentaría el coche, y todos ellos estarían muertos.
Un poco más adelante, las luces provenientes de una
gran casa de piedra instalada en el borde mismo de la carretera iluminaba la
calzada. Un alto muro de piedra separaba la entrada del patio. A pesar de que la
nieve de este invierno había sido hasta ahora esporádica, dos blancas pilas sucias
habían sido paleadas contra la pared.
Tirando de la rueda a la derecha, Gilly desvió hacia
el camino de entrada. La grava se estrelló en los lados del coche y una gran
roca golpeó el parabrisas con fuerza suficiente para estropear el vidrio. Ella
pisó el freno con los dos pies y la camioneta se deslizó hacia el grueso muro
de piedra y escaleras de concreto conduciendo a la acera.
¿Dentro o fuera de ella? Ella no podía recordar, y no
importaba. La camioneta estaba patinando, derrapando, y luego el murmurar de
frenos antibloqueo se estremeció a través de ella. La camioneta se detuvo justo
antes de chocar contra la pared. El cinturón de seguridad de Gilly aporreó
contra su pecho y cuello, dejando una línea de fuego contra su piel. El
asaltante voló hacia adelante en su asiento. Su cabeza chocó contra el
parabrisas, estrelló el cristal antes de volar contra la ventana lateral y
hacia atrás contra el asiento.
Gilly no perdió el tiempo para ver si el impacto le
había noqueado. Clavó el botón que bajaba automáticamente la ventana por
completo, y con un movimiento tan rápido y feroz que lastimaron sus dedos,
desabrochó su cinturón de seguridad y se dio la vuelta sobre la consola central
para llegar al asiento trasero. Arwen estaba llorando y Gandy balbuceando, pero
Gilly no tuvo tiempo para hablar. Llegó primero a las hebillas en ambos
asientos elevados y liberó los cinturones de seguridad con tal fuerza que el
gancho de metal de uno de ellos golpeó la ventana.
Las luces interiores habían estado encendidas cuando
se detuvieron en el camino de entrada, pero ahora también las luces del porche
se encendieron. Sería sólo unos momentos antes de que quien viviera en la casa
saliera a la puerta para ver quién estaba en su camino de entrada. Gilly había
pasado por delante de la casa del granero una y mil veces, pero nunca había
conocido a sus ocupantes. Ahora iba a confiarles sus hijos.
—Sin llanto, bebé. —Ella empujó a Gandy de regreso
sobre la consola central.
El asaltante se quejó. Una marca de color púrpura
había aparecido en su frente, un brote con abalorios de sangre en el centro.
Más sangre goteaba de su nariz pintando su boca y barbilla. Sus ojos
parpadearon.
—Te amo —susurró ella al oído del pequeño y dulce
Gandy mientras lo levantaba por la ventana del lado del conductor. Luego oyó su
grito mientras caía al suelo congelado, pero endureció su corazón contra eso.
No hay tiempo, no hay tiempo para mimar los abucheos. Arwen se resistió y
protestó, pero Gilly agarró a su hija por la parte delantera de su camiseta
rosa bailarina y tiró de ella hacia delante.
—Te quiero, cariño. —Oyó que el hombre comenzaba a
jurar. Se había quedado sin tiempo—. Toma a Gandy y corre, ¿me oyes? ¡Corre tan
rápido como sea posible dentro de la casa!
Gilly empujó la correa de su bolso sobre el hombro de
Arwen, agradeciendo que hubiera estado en el suelo del asiento trasero. Billetera.
Teléfono. Serían capaces de llamar a Seth. A la policía. Los pensamientos
incoherentes giraban.
Luego empujó a su hija por la ventana, observando que
la niña no llevaba zapatos. Irritación, irracional e inútil, la inundó, ya le
había dicho a Arwen que mantuviera sus zapatillas puestas, y ahora sus pies se
mojarían y congelarían mientras corría por la nieve.
Gilly tenía la mano en el pomo de la puerta cuando él
la agarró de nuevo.
—¡Perra! —El hombre gritó detrás de ella, y ella
esperó al corte de metal contra la parte posterior de su cuello. El tiempo se
había ido, corriendo, desaparecido. —¡Será mejor que conduzca esta porquería y
lo hagas rápido o voy a poner el cuchillo en tus malditas entrañas!
Alargó el brazo, tiró de la palanca de cambios hacia
atrás y la estrelló sobre su rodilla. El motor aceleró. La camioneta se sacudió
hacia atrás. La grava se esparció. Gilly se retorció en su asiento, tomó el
volante, luchó por el control y por mantener la camioneta lejos de golpear a
los niños. Los faros delanteros iluminaron a sus hijos con destellos blancos
mientras ellos se llevaban entre sí en la nieve. La puerta se abrió y una mujer
menonita apareció con un vestido floreado y una gorra plantada en su pelo
fijado. Su boca hizo una gran O redonda de sorpresa cuando vio la camioneta
girar sobre sus ruedas y saltar hacia atrás en la carretera como un conejo del
ácido. Cuando vio a los niños llorando y gritando, juntó sus manos y corrió
hacia ellos, sus propios pies descalzos. Gilly nunca olvidaría la vista de sus
hijos en el espejo retrovisor mientras se alejaba. No podía ver sus rostros,
sólo sus siluetas, contra la luz del porche. Dos pequeñas figuras tomadas de
las manos en la sucia y apilada nieve.
—Conduce —ordenó el hombre que había tomado más de la
vida de Gilly, y ella condujo.
Le tomó menos de una milla darse cuenta de que no la
había apuñalado. Su mano había golpeado la rodilla de ella, la cual palpitaba,
y todavía tenía su agarre por la parte posterior de su cuello, pero no la
cortó. La camioneta se deslizó sobre una placa de hielo negro y ella no luchó en
contra. Tal vez patinarían y perderían el equilibrio, terminando en una zanja.
No podía pensar más allá de lo que había pasado, lo que estaba sucediendo
ahora.
Sus hijos, dejados atrás.
—No es la forma en que se suponía debía ser. Joder. Joder.
¡Joder!
Repitió la palabra una y otra vez, como una especie de
letanía, no una maldición. Gilly siguió las curvas en la carretera por instinto
más que atención. Ella se estremeció ante el frío aire nocturno de la ventana
abierta y mantuvo las dos manos en el volante, con miedo de dejarlo el tiempo
suficiente para cerrarlo.
—Maldición, me duele la maldita cabeza.
La sangre cubría su camisa. Él la soltó para llegar
hacia el suelo y agarrar un rollo de toallas de papel aplastadas. Usó algunas
para frenarle la hemorragia. Luego la señaló con el cuchillo. Lo sacudió esta
vez.
—¿Qué quieres de mí? —Su voz no sonó como la suya.
Sonó distante. Se sintió muy lejos, no aquí. En otro lugar. ¿Estaba realmente sucediendo
esto?
Él resopló en el rollo de toallas de papel. —Sólo
conduce. Y sube la puta ventana.
Ella hizo lo que le ordenó, y luego golpeó su mano de
nuevo al volante. Sólo habían ido a unos pocos kilómetros más, unos minutos
más. Por delante, un semáforo verde brillaba. Pasó a través de él. Otra milla o
así, y ella había golpeado otra luz. Si fuera roja, ¿qué iba a hacer? ¿Detenerse
y arrojarse fuera del coche como había arrojado a sus hijos?
Se arriesgó a mirar a su secuestrador. Ni siquiera la
miraba. Ella podía hacerlo. Pero al llegar a la luz, no le hizo el favor de
ponerse roja, o incluso amarilla. El verde iluminó el contorno de su rostro
cuando se volvió hacia ella.
—Gira a la derecha.
Ahora estaban en una carretera estatal, todavía
desierta y rural, a pesar de su número de lujo. Gilly se concentró en su
respiración. Dentro. Fuera. Se negó a desmayarse.
La voz del hombre sonó amortiguada. —Creo que me
rompiste la maldita nariz. Cristo, ¿qué demonios estabas haciendo?
Gilly encontró su voz. Pequeña, esta vez. Ronca, pero
toda ella con nada de cualquier otra persona en ella en absoluto. —No me dejabas
detenerme para liberar a mis hijos.
—Podría haberte cortado. Todavía puedo. —Parecía
perplejo.
Gilly mantuvo la cara hacia la carretera. Sus manos en
el volante. Eran cosas que la anclaban, el volante, el camino. Eran cosas
sólidas. Real. No el resto de esto, el hombre en el asiento de al lado, los
niños dejados atrás.
—Pero no lo hiciste. Y yo liberé a mis hijos.
Él hizo otro resoplido ahogado. El rollo de toallas de
papel ensangrentado cayó de su nariz, y no hizo nada para recuperarla. Había
dejado caer el cuchillo en su rodilla. No cerca de ella, pero dispuesto. Gilly
no tenía dudas de que si hiciera algún movimiento brusco, él tendría la
apuntaría con eso a la cara otra vez.
—Bueno, mierda —dijo él, y quedó en silencio.
Silencio. Nada más que el zumbido de la carretera bajo
las ruedas, con la velocidad ocasional de un coche que pasaba. Gilly no pensó
en nada. No podía pensar en nada más que en conducir.
Su mente había estado en blanco durante al menos
veinte minutos antes de que se diera cuenta, el tiempo suficiente para pasar a
través de la última pequeña ciudad y entrar más allá de la carretera oscura.
¿Cuándo fue la última vez que había pensado en nada? Su mente nunca estaba en
silencio, nunca estaba tranquila. No tenía tiempo que perder en ensoñaciones.
Siempre había demasiadas cosas que hacer, de las que cuidar. Sus pensamientos
eran siempre como un hámster en una rueda, corriendo y corriendo sin llegar a
ninguna parte.
Mañana, el perro tenía una cita con el veterinario.
Arwen tenía Jardín. Gandy necesitaba zapatos nuevos. El suelo de la cocina
necesitaba urgentemente un trapeador, lo cual ella pensaba hacer después de
pagar la última ronda de ç facturas del mes... y si tenía tiempo quería
terminar de reorganizar su armario. Y a pesar de todo, de la certeza de que sin
importar cuántas tareas comenzara, no completaría ninguna de ellas sin ser
interrumpida o exigida. Ella sería esperada para atender las necesidades de
otra persona.
Esta noche un hombre la había sostenido con la punta
de una navaja y amenazado con quitar esa mañana con sus listas, tareas y
demandas. Por lo menos, no importaba lo que pasara, o cómo sucedieran las
cosas, Gilly no tendría que levantar su cuerpo cansado de la cama y esforzarse
para llegar a través de un día más. Si ella era realmente desafortunada, y una
mirada al tembloroso joven a su lado le dijo que podría ser, nunca podría tener
que levantarse de la cama otra vez.
El pensamiento no la asustó tanto como debería haberlo
hecho.
Él se removió. —Tengo que ir a la ruta 80.
—No estoy segura...
—Te lo diré.
En un breve destello de la luz de una farola, ella vio
su frente surcada por la concentración. Gilly miró a la carretera, las luces de
coches acercándose y las señales de salida iluminadas. El hombre le ordenó
tomar la salida de la autopista interestatal, y lo hizo. Luego él se dejó caer
en su asiento, la cabeza contra la ventana, y el sonido de su respiración
torturada llenó los oídos de ella como el sonido del océano, constante y firme.
En el silencio, ininterrumpido por gritos o demandas,
Gilly dejó que su mente cayera de nuevo en blanco mientras conducía. Su rabia y
terror habían pasado, reemplazados por algo tranquilo y taimado.
Pacífico.
___________________________
¹ Técnica de ‘tiempo fuera’: cuando un niño se pone muy inquieto. Consiste en advertir sobre dejarlo aislado durante varios minutos.
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¹ Técnica de ‘tiempo fuera’: cuando un niño se pone muy inquieto. Consiste en advertir sobre dejarlo aislado durante varios minutos.