sábado, 27 de abril de 2013

Capítulo Uno


Enero.

Esta era la vida que ella había tomado.
Galletas de queso crujiendo bajo sus botas. Con un toque ligero de hedor sospechoso, como si leche se hubiera derramado en alguna grieta sin descubrir, viniendo desde el asiento trasero. Una inacabada lista de tareas pendientes, ropa apilada y esperándola en casa, dos niños muy cansados ​​y de mal humor lloriqueando. Esta era su vida, y la mayoría de las veces Gilly podía ignorar estas pequeñas molestias que eran sólo pequeños detalles en un mayor cuadro general. Podía abrazarlos, incluso.
Pero no hoy.
Por favor, silencio. Durante cinco minutos. ¡Sólo cállense!
—Denle a mamá unos minutos. —Es lo que dijo Gillian Soloman en cambio, su voz cantarina desmentía su creciente irritación.
—¡Tengo sed, mamá!— el alto lamento de Arwen quejándose apuñaló los tímpanos de Gilly. —¡Quiero beber ahora!
Cuenta hasta diez, Gilly. Cuenta hasta veinte, si es necesario. Vamos, no pierdas la cabeza. No la pierdas.
—Estaremos en casa en quince minutos. —Esto no significaría nada para Arwen, que no sabía cómo medir el tiempo, pero para Gilly era importante. Quince minutos. Seguramente ella podía sobrevivir a cualquier cosa durante quince minutos más, ¿no? La voz de Gilly se enganchó, cansada por el esfuerzo de mantener la calma, y contuvo el aliento. Puso una sonrisa en su cara no porque lo sintiera, porque no lo hacía. Mantuvo su voz tranquila y suave porque un tono enfadado a los niños era como carnada para tiburones. Los ponía frenéticos. —Te dije que trajeras tu botella de agua. Tal vez la próxima vez me escuches.
Gilly se aseguró de firmar el cheque en el lugar correcto y llenar el sobre de depósito adecuadamente. Lo revisó de nuevo. Era sólo cambiar un cheque por diez dólares, pero si ella cometía un error con la cantidad escrita en el sobre, la cooperativa de crédito podría y cobraría una tarifa. Ya había ocurrido antes, recargando su chequera y provocando una disputa entre ella y Seth. Los números estaban borrosos, se frotó los ojos.
—¿Mamá? ¿Mamá? ¡Mamá!
Gilly ni siquiera se molestó en responder, sabiendo que en el momento en que ella dijera ‘¿Qué?’ Arwen permanecería en atónito silencio, sin nada que decir.
Quince minutos. Veinte, como mucho. Estarás en casa y puedes ponerlos frente a los dibujos animados. Sólo mantenlo unido hasta entonces, Gilly. No lo pierdas.
Desde el otro asiento vinieron interminables gruñidos sin palabras de Gandy quejándose y el constante golpe de sus patadas  en la parte posterior del asiento de Gilly. Bang, bang, bang, un metrónomo de irritación.
—Gandy. Para de patear el asiento de mamá.
Durante medio segundo mientras su pluma vacilaba, Gilly pensó en abandonar este trabajo por completo. ¿Qué había estado pensando, haciendo ‘sólo una parada más’?
Pero, maldita sea, tenía que cobrar este cheque y retirar dinero del cajero automático que debía durarle toda la semana, y desde que tendría que haber parado para recoger su receta en la farmacia...
—¡Quiero beber ahora!
¿Qué quieres que haga, escupir en una taza?
Las palabras se precipitaron a los labios de Gilly y las contuvo antes de que pudiera vomitarlas, enferma al pensar en lo cerca que en realidad había estado de decirlas en voz alta. Esas no eran sus palabras.
—Quince minutos, bebé. Estaremos en casa en quince minutos.
Pum, pum, pum.
Sus dedos se cerraron sobre la pluma. Ella respiró. Contó hasta diez. A continuación, hasta cinco.
No estaba ayudando.
Ayer por la noche: ella tantea por la llave de su casa, porque Seth bloqueó la puerta que daba desde el garaje hasta la lavandería cuando fue a la cama. Tropieza en una casa oscura en la que nadie ha dejado ninguna luz prendida, llevando un montón de bolsas de plástico llenas de jabón, calcetines y de todo para los demás, nada para ella. Había pasado horas comprando, paseando por los pasillos de Wal-Mart, comparando paños de cocina y tazas de baño sólo para que tuviera una excusa para estar a solas durante una hora más. Tomó el largo camino a casa con la radio a todo volumen, cantando las canciones con letras obscenas que no puede escuchar frente a los niños porque lo repiten todo. Los juguetes dispersos, que habían estado en sus cajas cuando se fue, ahora golpean sus pies y murmura una maldición. En el dormitorio, iluminado sólo por la luz del pasillo para que no despertara a su marido, la cesta de ropa a la espera-de-ser-guardadas han sido esparcidas por, qué, ¿un tornado? Las ropas están por todo el piso, tiradas como si no hubiera pasado una hora doblándolas.
Incluso ahora, al recordar, los dedos de Gilly temblaron sobre el cajero automático y la rabia, ardiente como la bilis, se elevó en su garganta. La excusa de Seth había sido: ‘Necesitaba pijama limpio para los niños’.
Ella había ido a la cama a su lado, rígida de furia, con el sabor de la sangre de su lengua mordida con fuerza.
Se había despertado, todavía estando igual de enojada, con el sonido de Seth cerrando cajones de la cómoda y su demanda de ayudarle a encontrar un par de calcetines limpios, aunque, por supuesto, estaban todos en el mismo cesto que había desordenado la noche anterior. En la ducha Gilly había inclinado la cabeza debajo del agua tibia que corría demasiado rápido para relajarla. Se había alegrado cuando él no la besó para despedirse.
En el desayuno cada uno de los niños quiso algo diferente a lo que había puesto en el plato frente a ellos. Los zapatos no cabían en los pies, los abrigos habían sido sacados sin permiso, y cada par de medias de Arwen había conseguido un agujero. El gato se escapó, y los niños lloraron, no importa lo mucho que trató de tranquilizarlos de que Sandy estaría bien.
Habían ido tarde a la cita con el médico de Gilly. En cualquier otro día llegar a tiempo habría significado esperar quince minutos. Hoy, la enfermera, de mal humor y con el ceño fruncido, les informó que casi habían perdido su cita. Arwen se pellizcó el dedo en un cajón, y Gandy cayó del banquillo rodante y golpeó su cabeza. Ambos niños salieron de la oficina en lágrimas y Gilly pensó que tal vez podría comenzar a llorar también.
El día no mejoró. Hubo quejas, alboroto, gritos, pataletas y amenazas de tiempo fuera¹.
Y, por supuesto, a pesar de que había pasado horas en el Wal-Mart la noche anterior, igual se había olvidado de comprar leche. Eso significó un viaje a Foodland. Eso significó los niños mendigando por cereales azucarados que ella se negaba a comprar. Más lágrimas. Miradas compasivas de mujeres en trajes coordinados sin manchas en la parte delantera y niños con buen comportamiento que no actuaban como mendigos hambrientos. En el momento en que habían terminado sus compras, Gilly estaba lista para llevarlos a ambos a casa y echarlos a la cama. Había hecho una última parada en el cajero automático.
Una última parada.
—¡Mamáaaaaa!
El lloriqueo aumentó en intensidad y persistencia. Las patadas continuaron, incesante. Como todo esto. Como su vida.
Cuenta hasta diez. Muerde tu lengua. Aguanta, Gilly. No lo pierdas. No lo pierdas.
Gilly se obligó a ponerse como La Bromista. No le habría sorprendido sentir cicatrices rasgar abiertas sus mejillas de la sonrisa que se forzó de nuevo.
—Diez minutos más, cariño. Sólo diez. Dejen a Mamá hacer esto, ¿de acuerdo? Ahora, escuchen. Volveré enseguida.
Se volvió en su asiento para mirarlos, sus ángeles-monstruos. Los ojos de Arwen habían estado entrecerrados, con la boca torcida en una mueca. Gandy tenía mocos goteando de su nariz y una costra de mugre en las comisuras de sus labios. Había derramado una caja de jugo por toda su camisa azul pálida. Lucían como lo mejor de ella y Seth combinados. Eso era lo que había hecho.
—Estaré de vuelta —dijo Gilly, aunque, francamente, quería empezar a correr por la carretera y nunca mirar hacia atrás.
—Los dos quédense aquí y manténganse dentro de sus cinturones. ¿Me escuchan? Con cinturones de seguridad. No se levanten de sus asientos.
Las buenas madres no dejaban a sus hijos dentro del coche, pero el cajero automático estaba a sólo unos metros de distancia. El tiempo era lo suficientemente frío para que los niños no pasaran calor dentro de un vehículo cerrado, y los encerró para que nadie pudiera robarlos en los cinco minutos que tomaría terminar su tarea. Además, pensó mientras deslizaba su tarjeta de cajero automático en la máquina y marcaba su PIN, arrastrar a ambos a la congelación, con el aire de la noche, sin duda sería peor que dejarlos cálidos y seguros en el Suburban.
El viento helado sopló, azotando su pelo y enviando bolitas punzantes de lluvia de invierno que habrían sido menos agresivos mientras la nieve caía contra su rostro. Parpadeó contra ellas, concentrándose en aporrear su número PIN con los dedos de repente entumecidos. Falló. Tuvo que cancelar y volver a hacerlo.
Baja la velocidad. Hazlo bien. Un número a la vez, Gilly. Todo irá bien.
Ella depositó el cheque, retiró un poco de dinero, empujó su recibo y su tarjeta en su cartera y volvió al coche. Los niños habían estado en silencio cuando abrió la puerta, pero después de treinta segundos, el lloriqueo comenzó de nuevo. Las constantes patadas. Y con el persistente murmullo de ‘¿Mamá?’ Gilly tragó la ira y trató desesperadamente de garabatear la cantidad de su retiro del cajero automático en su chequera, porque si no lo hacía ahora, en este instante, ella se olvidaría y habría otro sobregiro para Seth quejarse, pero sus manos temblaban y los números eran ilegibles. Ella respiró hondo. Entonces uno más. Obligándose a mantener la calma. No valía la pena perder los estribos sobre nada de esto. No valía la pena gritar.
Cinco minutos. Por favor sólo cállense durante cinco minutos, o juro que...
No te vuelvas loca. No lo hagas. Ella ni siquiera pensó en ello.
Gilly puso la camioneta en marcha y la sacó lentamente de la plaza de aparcamiento. El centro comercial bullía de actividad, con Foodland recibiendo su parte de cobradores de noche y la tienda de suministros de oficina tan ocupada. Gilly disminuyó la marcha por una furgoneta que había estacionado torcido y con las luces de freno encendidas, mentalmente los amenazó con violencia si se atrevían a salir delante de ella.
Esta parte del centro comercial había estado en construcción por siempre. La promesa de una cadena de restaurantes populares y un par de incorporaciones de alto nivel habían hecho a todo el mundo en Líbano salivar al pensar en conseguir un poco de cultura, pero la mala planificación final y la desaceleración de la economía habían estancado el proyecto. Sólo habían llegado a construir una nueva carretera de acceso, reduciendo a una navaja en una muñeca lo que antes era un pequeño campo ordenado. Gilly se detuvo en la señal de pare y miró automáticamente más allá de la tienda vacía a su izquierda, a pesar de que todo lo que había al final del camino en esa dirección eran suciedad y contenedores de basura.
La puerta del pasajero se abrió y Gilly miró a su derecha. Parpadeó ante el joven deslizándose por el asiento hacia ella. Cerró la puerta y gruñó mientras pateaba la bolsa de lona en el suelo. Por un momento infinito, no sintió terror, sólo confusión. —¿Dónde…
Entonces vio el cuchillo.
Enorme, dentado, sujeto en su puño. Ni siquiera miró a su cara. Y ella no estaba confundida por más tiempo.
Fría e implacable furia la llenó y apretó sus manos hasta el entumecimiento. Todo lo que había querido hacer era ir a casa, poner a los niños en la cama y tomar un baño caliente. Leer un libro. Estar sola durante unos preciosos minutos en paz y tranquilidad antes que su marido llegara a casa y quisiera hablar con ella. Y ahora... esto.
La punta del cuchillo estuvo a una pestaña de su mejilla, su otra mano tomó su cola de caballo y la apretó con fuerza. —¡Ve!
No hubo tiempo para pensar. Gilly fue. Ella golpeó el pie con tanta fuerza en el acelerador que los neumáticos giraron sobre el terreno resbaladizo por el hielo antes de avanzar. El Chevy Suburban corcoveó hacia adelante, en dirección a la luz de tráfico y la carretera fuera de la ciudad.
Él tiene un cuchillo. La presión de acero en la carne, cortándola. Chorros de sangre. No hay olor a eso, el olor de la sangre. Eso es lo que un cuchillo puede hacer. Puede dañar y peor que eso.
Puede matar.
Las manos de Gilly se movieron automáticamente en el volante. Con un pequeño pensamiento consciente, movió su señal de giro y se acercó a la línea de tráfico. La noche había caído. Nadie podía ver lo que estaba pasando. Nadie podría ayudarla. Estaba por su cuenta, pero no estaba sola.
—Haré lo que quieras. Simplemente no hagas daño a mis hijos.
Sin sonrisa en esta ocasión, pero era la misma voz que había usado hace unos minutos con sus hijos. Era la voz de madre, pensó. Nunca se había dado cuenta. La realización envió una sacudida de náuseas a través de ella.
—¿Mami? —Arwen sonó temblorosa, confundida. —¿Quién es ese hombre?
—Está bien, chicos. —Esta no era la voz de madre, gracias a Dios. Era la única que Gilly utilizaba para cosas como inyecciones y puntos de sutura. Cosas que dañaban, no importaba lo que dijera o hiciera. Esta voz se quebró como cristal en su garganta, dañando.
Gandy dijo con la sabiduría de dos años de edad: —Hombre, malo.
La mirada del hombre disparó al asiento de atrás, como si sólo ahora se diera cuenta de los niños allí.
—Mierda. —Él se acercó más. Se aferró al respaldo de su asiento en esta ocasión, no su pelo, pero el cuchillo quedó muy cerca de su cuello—. Gira a la izquierda.
Ella lo hizo. Las luces de los coches que se acercan brillaron, y Gilly entrecerró los ojos. ¿Pisar el freno? ¿Girar la rueda, golpear a otro coche? Una lista de opciones se enumeraron por sí mismos en su cerebro y ella no tomó ninguna, su furia disuelta por el entumecimiento de la indecisión y el miedo. Ella siguió sus órdenes vociferadas para salir de la ciudad, lejos de luces y otros coches. Lejos de la seguridad. Lejos del auxilio.
—¿Dónde quieres que vaya? —La gran SUV rebotó con cada bache en el camino, y el cuchillo osciló mucho más cerca de su carne. Sangraría mucho si él la cortaba. No quería que sus hijos la vean sangrar. Haría cualquier cosa para que no vieran eso.
El hombre miró por encima del hombro. —Te diré cuándo dar vuelta.
El Suburban se dirigió a los campos agrícolas, pasó depósitos y graneros, ​​oscuros y silenciosos. Gilly se arriesgó a mirar hacia él. Ella respiró hondo, habló rápido, así él escucharía. —Tengo sesenta dólares en el bolso. Puedes tenerlos. Sólo deja…
—¡Cállate y conduce!
Ningún otro tipo de vehículo los pasó, ni siquiera en la dirección opuesta. Polvo y arena salpicaron contra el parabrisas, manchándolo. Encendió los limpiaparabrisas. No le obligó conducir por la vía rápida.
Si él no quería dinero, ¿qué quería? Su mente corría. ¿La camioneta? El vehículo no era gran cosa, no el tipo de coche atractivo que ella siempre había asumido que la gente quería robar. No era nada nuevo, pero sí bien mantenido, tenía que costar un brazo y una pierna, pero ella no lo atribuía.
—Mira, si quieres la camioneta, lo puedes tener.
—¡Cállate! —El cuchillo cayó de nuevo cerca de su hombro, lo suficientemente cerca para cepillar el pelaje de su chaqueta. La hoja brillaba en la luz del tablero verde.
No quería la camioneta. No quería dinero. ¿La quería…a ella?
Ambos niños lloraban desde el asiento trasero, un sonido que en cualquier otro momento le habría puesto los pelos de punta. Ahora le rompía el corazón. El camino se extendió, desierto y negro como el carbón frente a ellos. Sin farolas en la granja de Pennsylvania. Nada más que la débil luz de las velas eléctricas en la ventana de una casa de campo lejana bajeando por un largo camino rural.
—¿Qué quieres? —Sus dedos habían ido más allá de la insensibilidad al dolor de aferrarse con tanta fuerza en el volante.
Él no respondió.
—Sólo deja que mis hijos se vayan —Ella mantuvo su voz baja, sin querer que Arwen y Gandy la escucharan—. Aparcaré a un lado y puedes dejarlos salir. A continuación, haré lo que quieras.
Sólo quince minutos habían pasado. Ella habría estado en casa por ahora, si no fuera por esto. El hombre a su lado dejó escapar un bajo murmullo de maldiciones.
El cuchillo se cernía tan cerca de su cara que no se atrevía siquiera a volver la cabeza para mirarlo. Delante de ellos, nada más que oscuridad y camino recto.
—Sólo deja que mis hijos se vayan —repitió Gilly, y él aún no respondía. Su temperamento cedió y se fragmentó. Destrozado—. Maldita sea, hijo de puta, ¡deja ir a mis hijos!
—Te dije que callaras. —Él agarró la parte posterior de su cuello, mantuvo la punta del cuchillo contra ella.
Ella sintió el fino, ardiente pinchazo y se estremeció, esperando que la cortara. Él sólo empujó. No peor que un pinchazo de aguja, pero todo lo que tomaría era un simple cambio de sus dedos y ella estaría muerta. Accidentaría el coche, y todos ellos estarían muertos.
Un poco más adelante, las luces provenientes de una gran casa de piedra instalada en el borde mismo de la carretera iluminaba la calzada. Un alto muro de piedra separaba la entrada del patio. A pesar de que la nieve de este invierno había sido hasta ahora esporádica, dos blancas pilas sucias habían sido paleadas contra la pared.
Tirando de la rueda a la derecha, Gilly desvió hacia el camino de entrada. La grava se estrelló en los lados del coche y una gran roca golpeó el parabrisas con fuerza suficiente para estropear el vidrio. Ella pisó el freno con los dos pies y la camioneta se deslizó hacia el grueso muro de piedra y escaleras de concreto conduciendo a la acera.
¿Dentro o fuera de ella? Ella no podía recordar, y no importaba. La camioneta estaba patinando, derrapando, y luego el murmurar de frenos antibloqueo se estremeció a través de ella. La camioneta se detuvo justo antes de chocar contra la pared. El cinturón de seguridad de Gilly aporreó contra su pecho y cuello, dejando una línea de fuego contra su piel. El asaltante voló hacia adelante en su asiento. Su cabeza chocó contra el parabrisas, estrelló el cristal antes de volar contra la ventana lateral y hacia atrás contra el asiento.
Gilly no perdió el tiempo para ver si el impacto le había noqueado. Clavó el botón que bajaba automáticamente la ventana por completo, y con un movimiento tan rápido y feroz que lastimaron sus dedos, desabrochó su cinturón de seguridad y se dio la vuelta sobre la consola central para llegar al asiento trasero. Arwen estaba llorando y Gandy balbuceando, pero Gilly no tuvo tiempo para hablar. Llegó primero a las hebillas en ambos asientos elevados y liberó los cinturones de seguridad con tal fuerza que el gancho de metal de uno de ellos golpeó la ventana.
Las luces interiores habían estado encendidas cuando se detuvieron en el camino de entrada, pero ahora también las luces del porche se encendieron. Sería sólo unos momentos antes de que quien viviera en la casa saliera a la puerta para ver quién estaba en su camino de entrada. Gilly había pasado por delante de la casa del granero una y mil veces, pero nunca había conocido a sus ocupantes. Ahora iba a confiarles sus hijos.
—Sin llanto, bebé. —Ella empujó a Gandy de regreso sobre la consola central.
El asaltante se quejó. Una marca de color púrpura había aparecido en su frente, un brote con abalorios de sangre en el centro. Más sangre goteaba de su nariz pintando su boca y barbilla. Sus ojos parpadearon.
—Te amo —susurró ella al oído del pequeño y dulce Gandy mientras lo levantaba por la ventana del lado del conductor. Luego oyó su grito mientras caía al suelo congelado, pero endureció su corazón contra eso. No hay tiempo, no hay tiempo para mimar los abucheos. Arwen se resistió y protestó, pero Gilly agarró a su hija por la parte delantera de su camiseta rosa bailarina y tiró de ella hacia delante.
—Te quiero, cariño. —Oyó que el hombre comenzaba a jurar. Se había quedado sin tiempo—. Toma a Gandy y corre, ¿me oyes? ¡Corre tan rápido como sea posible dentro de la casa!
Gilly empujó la correa de su bolso sobre el hombro de Arwen, agradeciendo que hubiera estado en el suelo del asiento trasero. Billetera. Teléfono. Serían capaces de llamar a Seth. A la policía. Los pensamientos incoherentes giraban.
Luego empujó a su hija por la ventana, observando que la niña no llevaba zapatos. Irritación, irracional e inútil, la inundó, ya le había dicho a Arwen que mantuviera sus zapatillas puestas, y ahora sus pies se mojarían y congelarían mientras corría por la nieve.
Gilly tenía la mano en el pomo de la puerta cuando él la agarró de nuevo.
—¡Perra! —El hombre gritó detrás de ella, y ella esperó al corte de metal contra la parte posterior de su cuello. El tiempo se había ido, corriendo, desaparecido. —¡Será mejor que conduzca esta porquería y lo hagas rápido o voy a poner el cuchillo en tus malditas entrañas!
Alargó el brazo, tiró de la palanca de cambios hacia atrás y la estrelló sobre su rodilla. El motor aceleró. La camioneta se sacudió hacia atrás. La grava se esparció. Gilly se retorció en su asiento, tomó el volante, luchó por el control y por mantener la camioneta lejos de golpear a los niños. Los faros delanteros iluminaron a sus hijos con destellos blancos mientras ellos se llevaban entre sí en la nieve. La puerta se abrió y una mujer menonita apareció con un vestido floreado y una gorra plantada en su pelo fijado. Su boca hizo una gran O redonda de sorpresa cuando vio la camioneta girar sobre sus ruedas y saltar hacia atrás en la carretera como un conejo del ácido. Cuando vio a los niños llorando y gritando, juntó sus manos y corrió hacia ellos, sus propios pies descalzos. Gilly nunca olvidaría la vista de sus hijos en el espejo retrovisor mientras se alejaba. No podía ver sus rostros, sólo sus siluetas, contra la luz del porche. Dos pequeñas figuras tomadas de las manos en la sucia y apilada nieve.
—Conduce —ordenó el hombre que había tomado más de la vida de Gilly, y ella condujo.
Le tomó menos de una milla darse cuenta de que no la había apuñalado. Su mano había golpeado la rodilla de ella, la cual palpitaba, y todavía tenía su agarre por la parte posterior de su cuello, pero no la cortó. La camioneta se deslizó sobre una placa de hielo negro y ella no luchó en contra. Tal vez patinarían y perderían el equilibrio, terminando en una zanja. No podía pensar más allá de lo que había pasado, lo que estaba sucediendo ahora.
Sus hijos, dejados atrás.
—No es la forma en que se suponía debía ser. Joder. Joder. ¡Joder!
Repitió la palabra una y otra vez, como una especie de letanía, no una maldición. Gilly siguió las curvas en la carretera por instinto más que atención. Ella se estremeció ante el frío aire nocturno de la ventana abierta y mantuvo las dos manos en el volante, con miedo de dejarlo el tiempo suficiente para cerrarlo.
—Maldición, me duele la maldita cabeza.
La sangre cubría su camisa. Él la soltó para llegar hacia el suelo y agarrar un rollo de toallas de papel aplastadas. Usó algunas para frenarle la hemorragia. Luego la señaló con el cuchillo. Lo sacudió esta vez.
—¿Qué quieres de mí? —Su voz no sonó como la suya. Sonó distante. Se sintió muy lejos, no aquí. En otro lugar. ¿Estaba realmente sucediendo esto?
Él resopló en el rollo de toallas de papel. —Sólo conduce. Y sube la puta ventana.
Ella hizo lo que le ordenó, y luego golpeó su mano de nuevo al volante. Sólo habían ido a unos pocos kilómetros más, unos minutos más. Por delante, un semáforo verde brillaba. Pasó a través de él. Otra milla o así, y ella había golpeado otra luz. Si fuera roja, ¿qué iba a hacer? ¿Detenerse y arrojarse fuera del coche como había arrojado a sus hijos?
Se arriesgó a mirar a su secuestrador. Ni siquiera la miraba. Ella podía hacerlo. Pero al llegar a la luz, no le hizo el favor de ponerse roja, o incluso amarilla. El verde iluminó el contorno de su rostro cuando se volvió hacia ella.
—Gira a la derecha.
Ahora estaban en una carretera estatal, todavía desierta y rural, a pesar de su número de lujo. Gilly se concentró en su respiración. Dentro. Fuera. Se negó a desmayarse.
La voz del hombre sonó amortiguada. —Creo que me rompiste la maldita nariz. Cristo, ¿qué demonios estabas haciendo?
Gilly encontró su voz. Pequeña, esta vez. Ronca, pero toda ella con nada de cualquier otra persona en ella en absoluto. —No me dejabas detenerme para liberar a mis hijos.
—Podría haberte cortado. Todavía puedo. —Parecía perplejo.
Gilly mantuvo la cara hacia la carretera. Sus manos en el volante. Eran cosas que la anclaban, el volante, el camino. Eran cosas sólidas. Real. No el resto de esto, el hombre en el asiento de al lado, los niños dejados atrás.
—Pero no lo hiciste. Y yo liberé a mis hijos.
Él hizo otro resoplido ahogado. El rollo de toallas de papel ensangrentado cayó de su nariz, y no hizo nada para recuperarla. Había dejado caer el cuchillo en su rodilla. No cerca de ella, pero dispuesto. Gilly no tenía dudas de que si hiciera algún movimiento brusco, él tendría la apuntaría con eso a la cara otra vez.
—Bueno, mierda —dijo él, y quedó en silencio.
Silencio. Nada más que el zumbido de la carretera bajo las ruedas, con la velocidad ocasional de un coche que pasaba. Gilly no pensó en nada. No podía pensar en nada más que en conducir.
Su mente había estado en blanco durante al menos veinte minutos antes de que se diera cuenta, el tiempo suficiente para pasar a través de la última pequeña ciudad y entrar más allá de la carretera oscura. ¿Cuándo fue la última vez que había pensado en nada? Su mente nunca estaba en silencio, nunca estaba tranquila. No tenía tiempo que perder en ensoñaciones. Siempre había demasiadas cosas que hacer, de las que cuidar. Sus pensamientos eran siempre como un hámster en una rueda, corriendo y corriendo sin llegar a ninguna parte.
Mañana, el perro tenía una cita con el veterinario. Arwen tenía Jardín. Gandy necesitaba zapatos nuevos. El suelo de la cocina necesitaba urgentemente un trapeador, lo cual ella pensaba hacer después de pagar la última ronda de ç facturas del mes... y si tenía tiempo quería terminar de reorganizar su armario. Y a pesar de todo, de la certeza de que sin importar cuántas tareas comenzara, no completaría ninguna de ellas sin ser interrumpida o exigida. Ella sería esperada para atender las necesidades de otra persona.
Esta noche un hombre la había sostenido con la punta de una navaja y amenazado con quitar esa mañana con sus listas, tareas y demandas. Por lo menos, no importaba lo que pasara, o cómo sucedieran las cosas, Gilly no tendría que levantar su cuerpo cansado de la cama y esforzarse para llegar a través de un día más. Si ella era realmente desafortunada, y una mirada al tembloroso joven a su lado le dijo que podría ser, nunca podría tener que levantarse de la cama otra vez.
El pensamiento no la asustó tanto como debería haberlo hecho.
Él se removió. —Tengo que ir a la ruta 80.
—No estoy segura...
—Te lo diré.
En un breve destello de la luz de una farola, ella vio su frente surcada por la concentración. Gilly miró a la carretera, las luces de coches acercándose y las señales de salida iluminadas. El hombre le ordenó tomar la salida de la autopista interestatal, y lo hizo. Luego él se dejó caer en su asiento, la cabeza contra la ventana, y el sonido de su respiración torturada llenó los oídos de ella como el sonido del océano, constante y firme.
En el silencio, ininterrumpido por gritos o demandas, Gilly dejó que su mente cayera de nuevo en blanco mientras conducía. Su rabia y terror habían pasado, reemplazados por algo tranquilo y taimado.
Pacífico.

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¹ Técnica de ‘tiempo fuera’: cuando un niño se pone muy inquieto. Consiste en advertir sobre dejarlo aislado durante varios minutos.

viernes, 26 de abril de 2013

Cosas preciosas y frágiles - Megan Hart


Sinopsis: 
Gilly Soloman se ha reducido a una madre robot, cuidando de todos y de todo, excepto de sí misma. Pero la máquina se ha roto. Arruinada por los interminables días de llanto de niños, tareas domésticas, y agotada de siempre ponerse en último lugar. Gilly no tiene en cuenta las consecuencias inmediatas cuando la atracan. Con un cuchillo en la garganta, su primer pensamiento fue que, finalmente, descansaría un poco. Alguien podía salvarla, para variar.
Pero la salvación no está tan próxima. Atrapada en una aislada cabaña incomunicada por la nieve con el extraño, las horas se convierten en días y los días en semanas. Mientras se forja un frágil vínculo entre ellos, se entera de que su captor no es el loco que creyó al principio, sino un ser humano cuya vida perdida ha sido moldeada por los secretos y tragedias. Sin embargo, mientras su relación comienza a fomentar confianza, Gilly sabe que jamás debe olvidar que él todavía es un hombre balanceándose al borde. Uno que podría llevarla consigo.

Secuestrada...
Él no está dispuesto a dejarla ir... Y ella no puede quedarse...
Tienes que cuidar lo que amas...
Incluso si te hace sangrar...

¿Quién pagará el precio?


martes, 9 de abril de 2013

¡Primer post! :D

Por si esto es leído por algún ser viviente y no parezca muy obvio, este es el primer blog que me atrevo a darle esperanzas, no soy muy buena escribiendo y expresándome correctamente (soy de esas que tienen toda una idea en la mente pero al especificarla por puntos las palabras claves huyen cual cucarachas a la cegadora luz, sí, qué imagen), igualmente haré un esfuerzo para explicarme y dejar en claro el principal objetivo. Contándoles una pequeña historia...
Érase una vez, una pequeña niña que navegando en ese desconocido universo llamando Internet descubrió el placer de viajar a través de historias fantásticas en foros y poder huir de la fría y cruda realidad, poco después pudo apreciar el trabajo inmenso y toda la responsabilidad que acarreaba obtener estas historias y decidió dar una mano. El problema era el poco manejo de ciertos idiomas, por lo que puso empeño y se dedicó a mejorar haciendo amigos y aprendiendo un sin fin de cosas por el camino... :'D Entonces creó un pequeño y humilde blog, y se propuso a publicar para todas aquellas personas necesitadas de buenas historias y sin acceso a ellas ya sea por el idioma u otras razones. Fin.
Siéntanse libres de pedir mi dirección por cualquier comunicado que deseen informar. (No estoy segura de dónde dejarlo por aquí)
En fin, comenzaré con Precious and Fragile Things de Megan Hart, por lo que me informé no es proyecto de algún foro o está en español. ¡Y ME ENCANTA!
¡Espero terminarlo sin problemas!
¡Nos leemos! :)