Gilly marcó el paso del tiempo por el dolor en su corazón. Cada día parecía
una eternidad. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había olido el pelo de
Gandy o ayudado a Arwen a atarse los zapatos? ¿Cuánto hacía desde que Seth la
había besado camino hacia la puerta, su mente ya en su trabajo y el de ella en
lo agradable que sería cuando llegara la hora de la siesta? Demasiado tiempo.
Gilly se escabulle en la despensa cuando los niños están
fascinados por los dibujos animados corriendo sin descanso. En la oscuridad y
tranquilidad respira profundamente los aromas de canela y especias. Con el refrescante
suelo de madera bajo sus pies. La puerta tiene una cerradura en ella porque
Gandy se colará a por dulces si no mantiene un ojo sobre él. La cierra ahora y
se sienta en un taburete que mantiene allí para llegar a los estantes más
altos.
Sólo quiere unos minutos tranquilos. Un tiempo para sí
misma. No tiene hambre ni sed, pero tiene los huesos dolorosamente cansados. Quiere
tomar una siesta, pero cuando intentó tumbarse en el sofá, Gandy había hecho de
ella su trampolín personal. No puede ir arriba y dejarlos solos aquí abajo
mientras duerme. Destruirán la casa.
Quiere simplemente sentarse y respirar, pero escucha el
golpeteo de pequeños pies casi al mismo tiempo. Están atentos a ella, esos
preciosos ángeles-monstruos. Bien podría poner una alerta roja cuando va al
baño, porque están inmediatamente allí. Una conversación telefónica es ciertamente
un faro, atrayéndolos a aferrarse a sus piernas mientras trata de ponerse a
hablar con amigos. Y, oh, ella no se atreve a sentarse frente a la computadora
para revisar sus correos electrónicos antes de que vocecitas pidan tiempo en la
tienda de mascotas en línea o cuales sean los juegos que los programas de
dibujos animados estén promoviendo.
—¿Mamá? —Viene el golpe. Las sombras se desplazan debajo
de la puerta mientras dos pequeños seres humanos pasan de ida y vuelta—. ¿Mamá?
¿Mamá? ¡Mamá!
Y durante unos segundos, ella finge que no los oye. No
contesta. Por un largo y eterno momento, espera que simplemente se rindan y se
marchen.
—¿Qué quieres para el desayuno? —Las palabras de Todd la alejaron fuera de
sus pensamientos.
Se apartó de la ventana y se sentó en un asiento en la mesa de la cocina. —Nada.
Él se apartó de la estufa y la miró críticamente. —Vamos. Tienes que comer
algo.
—No tengo hambre. —No lo tenía. Su apetito se había ido y venido, cambiando
drásticamente en la última semana. Culpó al estrés. Iba desde el borde de la
inanición a tener el estómago queriendo saltar de su garganta ante la sola idea
de comer algo en absoluto, y mucho menos los huevos en la sartén que él estaba friendo.
—Tienes que tener un buen desayuno si quieres pasar el día. —Sus palabras
sonaron tan eruditas, tan escolásticas, tan condenadamente petulantes.
Quería mostrarle el dedo.
—Lo digo en serio —dijo Todd—. El desayuno es la comida más importante del
día.
—¿Quién te dijo eso? —preguntó ella con crueldad—. ¿Tu santa querida madre?
La sartén resonó contra los anillos del quemador. Todd apagó el gas propano
con un giro fuerte y enojado de su muñeca. —No. No fue ella.
La palabra cayó con una vehemencia tan espesa que Gilly podía prácticamente
verla. Se encontró disculpándose con él de nuevo por los comentarios que había
hecho sobre su educación. —Lo siento.
La postura de sus hombros decía que la disculpa no había sido aceptada.
Gilly se dijo que no le importaba. No significada nada para ella si hería sus
sentimientos. La situación y circunstancia deberían haberle dado la razón
perfecta para olvidar la clase de cortesía falsa que siempre había odiado y
nunca había sido capaz de detenerse a sí misma de ofrecer.
Todd se sacudió un poco, a continuación, puso los huevos sobre la mesa. —Come.
—No tengo hambre —repitió Gilly—. ¿Qué vas a hacer, obligarme?
Inclinó la cabeza. —El tío Bill siempre decía que si tenías que obligar a
alguien a hacer algo, probablemente no valía la pena hacer que lo hagan.
Más palabras de sabiduría del tío Bill. Gilly se recostó en su silla y le
clavó la mirada. —¿En serio?
Él apuñaló una gran cantidad de porción con su tenedor. Antes de llevárselos
a los labios, se detuvo. Buscó su mirada con la suya de una manera tan directa
que trajo calor tiñendo las mejillas de Gilly.
Todd señaló con su tenedor la ventana cubierta de nieve. Una pila se había
formado afuera, una lo suficientemente grande como para tapar casi todo el
cristal. —Aunque quisiera dejarte ir, no puedo.
—Pero tú no quieres. —se burló de esta verdad entre ellos como si él
hubiera tratado de negarlo.
Todd bajó el utensilio a lado del huevo sin tocar todavía aferrándose a él.
Sus ojos brillaban, pero su voz se mantuvo suave cuando le respondió. —No puedo
volver a la cárcel, Gilly. Simplemente no puedo. ¿No lo entiendes?
—Lo entiendo.
Todd hizo una pausa, con la mirada sin apartarse de la de ella. Seria. —Si
me atrapan por esto, esto es lo que sucedería. Me pondrían de nuevo en la
cárcel. Y preferiría morir.
Sus dedos se enroscaban de forma aleatoria sobre la desvencijada mesa antes
de que ella los detuviera. Su voz fue firme, dura y antipática. —Debiste haber
pensado en eso antes de secuestrarme.
Su suspiro estaba tan colmado de disgusto que la hizo estremecerse. —No te
secuestré.
Gilly se apartó de la mesa y fue al fregadero. Viendo nada afuera excepto
el blanco. Se agarró al borde de la encimera, se obligó a bajar la voz. —No
actúes como si me hubieses recogido de un bar.
Había tenido momentos como este antes, días en los que cada pequeña cosa
trabajaba en ella como un grano de arena contra un globo ocular. Un minuto al
borde del llanto, el siguiente a punto de gritar hasta que la garganta se
desgarrara en jirones ensangrentados. Seth sabía permanecer fuera de su camino
cuando estaba así, echándole la culpa a las hormonas del ciclo menstrual con la
razonable aceptación de un hombre que los misterios del cuerpo de una mujer pueden
ser culpados por todo. Su temperamento era impulsivo, pero transitorio, y Gilly
había aprendido a contenerlo como mejor podía. Tenía que hacerlo.
Su madre había gritado mucho, cuando no se enfrentaba a Gilly con frío
silencio de alguna manera era peor que las estridentes acusaciones. Su madre
había variado entre la rabia y la desesperación con tan poco esfuerzo que Gilly
no había sabido hasta la edad adulta que podría haber una diferencia en las
emociones.
Contar hasta diez. Contar hasta veinte. Morderse la lengua hasta que
sangrara. A veces, la mayoría de las veces, esas tácticas funcionaban. Dolía, contener
toda esa ira, pero no iba a dejar que sus hijos atravesaran lo que había pasado
cuando niña. Algunos días había tenido que esconderse en la despensa,
aferrándose a conseguir los últimos trazos de su paciencia con todo lo que
tenía, sólo para cuidarse a sí misma de quebrarse.
No se sentía muy paciente ahora. Ni siquiera contar hasta cien iba a
funcionar. Duras palabras querían volar de sus labios, para golpearlo, para
herirlo. Se mordió el interior de la mejilla. El dolor le ayudó a centrarse. La
furia no le ayudaría. Todd tenía razón sobre la nieve y su situación. No podía
dejarla ir, y ella no podía real, práctica o lógicamente escapar. Era mantener
su temperamento o perder la razón.
—Deberías sólo matarme —dijo a través de las mandíbulas apretadas, incluso mientras
lo decía sabía que lo estaba empujando demasiado lejos.
Todd negó con la cabeza, de espaldas a ella. Se inclinó sobre la mesa,
apuñalando su plato con los dientes de su tenedor. —Cállate.
Pero ella no podía. Las palabras cayeron fuera, amargas y desagradables. Ásperas.
—Podrías haberme dejado morir de frío ahí afuera. No te hubieras preocupado por
mí, entonces. Deberías haberme dejado en la camioneta. Entonces estaría muerta
y no tendrías nada de qué preocuparte.
—Dije —murmuró Todd con fuerza—, cállate.
Ella nunca había sacado las piernas de un papaíto piernas largas* o atado una lata a la cola de un cachorro.
Gilly nunca había sido el tipo de provocar y torturar. Pero ahora se encontró
con un fuerte, perverso y distinto placer observando a Todd retorcerse.
—La única manera de que alguna vez estés seguro es si estoy muerta —continuó,
alegre, su voz como una estocada apuñalándolo en puntos débiles—. Así que
deberías hacerlo. Acabar esto de una vez. Sálvanos a ambos sin complicaciones…
—Cállate, Gilly.
Ella golpeó el mostrador con la fuerza suficiente para hacer saltar un poco
los platos. —¡Hazlo o di que me dejarás ir!
Se levantó y se volvió hacia ella, haciéndola tropezar contra el fregadero.
La silla cayó al suelo. El metal frío presionó contra su columna vertebral, su
codo se sacudió dolorosamente por el borde del mostrador.
—Sólo quería la camioneta. Te lo dije. Iba a dejarte en un costado de la
carretera, pero luego tenías a los niños en el asiento trasero. No quería lastimarlos.
¡Sólo quería venir aquí y estar lejos de la gente, alejarme! ¡No quería
mantenerte, por el amor de Dios! Pero ahora estás aquí, ¿no? Justo en mi maldita
cara. Sí, podría haberte dejado allí para que te congelaras, pero no lo hice.
Pero eso no me hace un héroe ¿verdad? Sólo me hace un idiota. Estoy jodido no
importa lo que pase. Entonces, ¿por qué no puedo matarte, Gilly? ¿Por qué no lo
hago? Porque. Jodidamente. No. Quiero.
Ella había lanzado sus manos con un gesto para protegerse, pero Todd no la
tocó. Se pasó una mano por el cabello en su lugar y dio marcha atrás. Hubiera
sido más fácil si la hubiera golpeado. Ella lo estaba esperando. Lo estaba
presionando para hacerlo. Quería que la golpeara, se dio cuenta con enferma
repulsión en la garganta.
—Tío Bill murió. Me dejó este lugar y dinero. Cinco de los grandes —dijo
Todd en voz baja y ronca. Una voz rota—. No mucho dinero, pero algo. Estaba
bien sin eso. Lo estaba haciendo. Haciendo lo que tenía que hacer, para salir
adelante. Trabajar con encargos de mierda, no hacer nada, excepto trabajar y
dormir. Con un apartamento de mierda, un pedazo de mierda de coche, una
hamburguesa de queso de cenar cuatro veces a la semana. Y no del buen tipo —añadió,
con clara reprobación. —La basura de cuatro-por-un-dólar en la tienda de dólar.
Gilly recordó el sabor de esa clase, hecho con agua en lugar de leche
cuando su cuenta bancaria había quedado escasa. Podía saborearlo ahora, el nostálgico
sabor y áspero en su lengua. No era necesariamente una mala memoria.
—El dinero iba a hacer una diferencia, pagar algunas facturas, así que
estaba bien. Pensé que en realidad podría salir adelante de una vez, en lugar
de estar siempre atrás. Pero no lo conseguí de inmediato. Algún montón de
mierda legal que tenía que examinar y no sabía cómo. Pero lo estaba haciendo
bien.
Él la miró con los ojos entornados, haciendo hincapié en ello. —Lo estaba
haciendo bien. Luego me despidieron
en el restaurante por llegar tarde. Llegué tarde porque mi coche se averió. Mi
amigo Joey Di Salvo iba a venderme un coche, muy barato, pero él necesitaba mil
dólares. Era todo lo que tenía. Me refiero a todo. Renta, comida, todo. Sin
embargo, quedé sin coche, sin trabajo. Ese hijo de puta se llevó mi dinero y
huyó...
Las palabras salieron de él a toda prisa, sin aliento, pero con la misma
forma que había notado en él antes. Como si cada palabra que dijera hubiera
sido cuidadosamente pensada antes de pronunciarla.
Todd se paseó por el linóleo desgastado. Realmente no había espacio
suficiente para que hiciera eso, no sin chocar contra ella, pero él no parecía
darse cuenta o preocuparse. Caminó hacia la puerta de la despensa y sacó un
arrugado paquete de Marlboro del bolsillo de su camisa. Sin pausa, encendió un
cigarrillo con la llama casi desvaneciéndose del encendedor y aspiró el humo
profundamente en los pulmones. Brotando de su nariz mientras se paseaba. Los
ojos de Gilly se humedecieron por el olor acre a su paso.
Él hablaba y fumaba con el cigarrillo inclinado contra sus labios, pero
nunca cayendo de su boca. —Me despidieron porque llegaba tarde —repitió—. Una
vez. Una puta vez. Ellos no me dieron una maldita segunda oportunidad, ¿sabes?
—Porque habías estado en la cárcel. —La visión de él le fascinaba. Ella no estaba
menos enfadada que unos minutos atrás, pero Todd tenía una forma de calmar su
furia que Seth, a pesar de sus años juntos, nunca había dominado.
Todd dio un puñetazo contra el armario, haciendo sonar los platos en el
interior. Gilly saltó. —Sí. Debido a eso. ¿Quieres saber lo que hice? Robé una
tienda de licores, ya que les debía a algunos chicos algo de dinero. Pensé que
iba a ser un movimiento fácil, ¿cierto? Entrar, conseguir el dinero en
efectivo, largarme. El estado no necesita ese dinero, por qué carajo pagamos
todos los impuestos, ¿verdad? El anciano haciendo un inventario no debió estar
allí. Pero estuvo. Mierda, Gilly, mi maldita pistola ni siquiera era real. La
compré en una venta de garaje. Era un maldito encendedor.
—Robaste una tienda. ¿También pensaste que fue culpa de otra persona, así
como si fuera mi culpa tener hijos?
El labio de Todd se curvó, sus ojos oscuros brillaron. —Tú no sabes una
mierda de una maldita cosa.
—Nunca he robado una tienda de licores, sé eso. —Gilly deliberadamente hizo
un gesto con la mano delante de su cara para dispersar el humo que irritaba sus
ojos y tosió, aunque dudaba que a Todd le importara.
Su mirada a través del humo flotando se volvió evaluadora. —No sabes lo que
es ser pobre. Eso es lo que sé.
Ella pensó en la universidad, viviendo de fideos y macarrones con queso de la
tienda de dólares a fin de mes, pero siempre sabiendo que podía volver a casa
si realmente necesitaba. Y de cómo vivir en la pobreza era, a menudo, mejor que
ir a casa. —Hay un montón de personas en desventajas que no recurren a la
delincuencia.
Él se burló de nuevo, tomando otra calada del cigarrillo. Esta vez, en
lugar de dejar que el humo se filtrara por su nariz, lo mantuvo en la boca y lo
dejó salir por un lado. —No estaba en desventaja.
—¿No?
—Estaba regiamente jodido, eso es lo que estaba.
Ella arqueó las cejas hacia él. —¿Qué pasó? ¿Los niños se burlaban de ti en
la escuela debido a que no tenías la ropa adecuada?
—A veces —La mirada de Todd fue plana—. A veces por otras cosas.
Era su turno de curvar un labio. —Pobre bebé.
—No sabes nada acerca de cómo era mi vida. Ni siquiera lo intentes. No
puedes incluso adivinar. —Ahora, su voz temblaba, a duras penas, y tragó saliva
antes de alejarse.
No podía, en realidad. Ella no tenía ninguna experiencia con personas que
pensaban que vivir en el otro lado de la ley era una compensación justa para los
desaires que la sociedad había hecho contra ellos. Su voz era dura y sin
sentido del humor, aunque no tan pujante como lo había sido antes. —Todo el
mundo piensa que su vida es difícil, Todd. Es de naturaleza humana pensar que
eres especial. Sobre todo cuando no lo eres.
Ella había querido decir eso para lastimarlo, pero pareció perder el propósito,
porque Todd ni siquiera se inmutó. Se inclinó hacia ella tanto como ella lo
había hecho antes. El humo unido a su aliento caliente acariciando su mejilla.
Gilly se obligó a quedarse quieta, para mirarlo a los ojos. Para no darle la
espalda. Se había puesto a sí misma en este lugar. Tenía que hacerle frente.
—Tu vida no parecía demasiado
difícil. Un coche bonito. Un monedero lleno de dinero. —Él extendió la mano y sacudió
el pendiente colgando de su cuello. —Un buen marido para comprarte joyas bonitas.
Buenos chicos. Lo tenías muy difícil,
Gilly. Pobre de ti. Pobre niñita rica.
La culpa la arrasó, porque lo que decía era verdad. No podía negarlo. Había
dejado que la alejara de esa buena vida, el buen hombre y los niños que eran su
razón para todo. Gilly golpeó su mano.
—No me toques.
Todd se echó hacia atrás. Arrojó los restos de su cigarrillo en el piso y
lo apagó con la punta de su bota. Él descansó un minuto, decaído contra el
mostrador, y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones vaqueros. —Fue
la primera vez que había robado un lugar. Pero me metí en un montón de
problemas cuando era niño. Él... el juez dijo... que tal vez algún tiempo en la
cárcel cambiaría mi actitud.
—¿Lo hizo? —La pregunta era grosera, pero Gilly no podía regresarla de
nuevo.
—No tengo ni idea. —Todd le lanzó una sonrisa entonces, sorprendiendo en su
imprevisibilidad. —Supongo que no.
Gilly sacudió la cabeza, desequilibrada por su cambio de actitud. —Robar mi
camioneta no fue muy inteligente.
—Existen personas estúpidas y personas inteligentes —dijo Todd con otro de
su peligrosamente encantador e ingenuo encogimiento de hombros—. No soy
inteligente.
No era un genio, ella lo sabía. Sin embargo, algo en su respuesta le dijo
que le habían dicho que era estúpido tantas veces que se había convertido verdad,
en lugar de al revés. Le habían dicho, y él lo creyó. Se había convertido en eso.
—¿No pensaste que rastrearían la camioneta?
Resopló. —Las camionetas son robadas todo el tiempo. Tenía un amigo que iba
a hacerse cargo de ella por mí. No DiSalvo, ese pedazo de mierda. Otro tipo.
Dijo que me daría una buena oferta en una permuta. Me habría deshecho de ella
antes de que nadie supiera dónde empezar a buscarla. Hubiera estado
descompuesta en un centenar de piezas, vendidas por partes.
Sonaba tan seguro y lo hizo sonar tan convincente, que ella pensó que
podría tener razón. No es que importara ahora, con su Suburban probablemente en
un centenar de piezas en el fondo de un barranco en lugar de un depósito de
chatarra de montaña. —Perdóname si no me siento mal por ti.
Todd encendió otro cigarrillo y sopló el humo hacia ella. Inclinó la cabeza
otra vez, la inclinación de cachorrillo que, según ella, no coincidía con la
aspereza del humo saliendo por su nariz. —Vamos, Gilly. No he sido un total idiota
contigo, ¿verdad?
—Has sido un verdadero príncipe azul —murmuró Gilly. Tenía dolor de cabeza,
y su estómago había comenzado de nuevo a agitarse incesantemente. Estaba
frustrada y molesta, pero ya no estaba con una furia rabiosa. Sólo quería
acostarse y volver a dormir.
Todd se acercó y tan casualmente como si estuviera arrancando una flor tomó
un puñado de pelo de la parte trasera de su cabeza. De un momento a otro, la presionó
contra él. Los dedos de Todd se sumergieron en su pelo, con la presión justa antes
de volverse dolorosa.
—Podría lastimarte. Podría haberte tirado a un lado de la carretera y
destripado como a un ciervo. —Todd acarició su mejilla contra el cuello de
ella, en la parte sensible, justo debajo de la oreja, aunque no había nada sensual
en la caricia. Nada sexy. Bajo el crudo olor a humo de tabaco, ella captó el
aroma de jabón y franela. Sus labios rozaron su oreja cuando él susurró: —Pero
no lo hice, ¿verdad?
—No. —Incapaz de alejarse de él con su mano fijada en su pelo, Gilly tensó
la espalda contra un escalofrío.
—A pesar de que actúas como si quisieras que lo haga. —Sus dedos se
cerraron con más fuerza, con los nudillos presionados en la parte trasera de su
cráneo. Su cuero cabelludo protestó, su piel escoció. —¿Es eso realmente lo que
quieres?
Gilly cerró los ojos.
—Responde a mi pregunta —dijo sin dejarla ir. Cuando ella no respondió,
tiró bruscamente hasta que lo miró. —¿No he sido bueno contigo, Gilly?
—No, no lo has sido —murmuró Gilly, preparándose para más dolor que no vino.
—No te quería aquí. —Puso su frente en la de ella. Sus profundos ojos
marrones se clavaron en los de ella, apenas pestañeando—. Incluso intenté dejarte
escapar. Pero no te fuiste.
Ella giró su cabeza, luchando contra él. Era demasiado grande, demasiado
fuerte. Sintió su fuerza en cada movimiento. No podía zafarse. Él ciertamente
la estaba trasgrediendo más que si hubiera forzado su lengua en su boca o su
mano entre sus piernas.
—¿Por qué no huiste cuando tuviste la oportunidad, eh? ¿Por qué no saliste
corriendo junto al esposo y agradables niños, a la blanca casa con patio y el
perro…
—¡Vete a la mierda! —Las palabras se desarraigaron de ella.
—No se siente bien, ¿verdad? ¿Ser juzgada? Me parece que deberías darme las
gracias, no tratarme como si fuera algo asqueroso con lo que te topaste.
—No me conoces —Gilly molió las palabras con las mandíbulas apretadas.
—¿Sabes lo que pienso? Pienso —dijo Todd lenta y deliberadamente, su mirada
fijándola como a un escarabajo en un tablero—, que soy lo mejor que te ha
pasado.
Gilly dejó de luchar.
Él la dejó ir. Gilly se tambaleó hacia atrás, golpeándose el codo contra el
mostrador de nuevo. Más dolor. Se obligó a detener una arcada.
—Quiero ser bueno contigo —dijo Todd. Se sentó en la mesa, de espaldas a
ella. Apagó el cigarrillo y empezó a comerse sus huevos—. Pero lo haces
jodidamente difícil.
Gilly salió de la cocina y se dirigió a la puerta principal. La parte
posterior de su cabeza aún dolía, pero la mejilla ardía por la caricia que él había
puesto en ella. Se frotó el pómulo con la mano, el largo de la manga de la
sudadera que le había comprado era suave contra la piel.
Se detuvo junto a la mesa de madera llena de raspadura, mirando sin ver las
descoloridas flores de plástico. Rosas. Eran rosas, desteñidas y de plástico,
no real. Como deseaba que nada de esto fuera real.
Lenta y metódicamente, se quitó la camiseta por encima de la cabeza. Dobló
con cuidado, con un brazo sobre el otro, en un cuadrado voluminoso. Lo puso
sobre la mesa.
Se llevó las manos a la cintura de sus pantalones. Había tenido que atar la
cuerda con un doble nudo apretado para evitar que los grandes pantalones cayeran
de sus caderas. Desde la cocina llegó el ruido de platos en el fregadero. Gilly
no se detuvo. Sus dedos trabajaron el nudo al tiempo que miraba las flores.
Las rosas necesitaban mucho cuidado. Mucha responsabilidad. El amor no era
suficiente, tenías que recortarlas, regarlas y fertilizarlas. Las rosas eran
cosas preciosas y frágiles que llevaban una gran cantidad de tiempo y esfuerzo
para crecer y, a veces, no importaba la cantidad de tiempo que les dabas,
todavía caían.
Gilly no llevaba zapatos, sólo un par de gruesos calcetines deportivos
blancos. Deslizó sus pantalones sobre sus muslos, sus tobillos y calcetines, el cual salió con un pequeño giro
de cada pie. Su piel se erizó, aunque con la estufa de leña en la habitación,
estaba muy caliente. Se quedó en bragas y sujetador, los que se había puesto el
día en que él la tomó, y una camiseta de algodón que tenía Princesa en el
frente con letras de diamantes falsos y de mal gusto.
Dobló los pantalones y los puso sobre la sudadera, y añadió los calcetines
a la pila. Se puso la camiseta por la cabeza y se quedó casi desnudo. Sin dejar
de mirar a las flores. Pensando en las rosas.
Oyó la puerta de atrás abrirse, Todd salió por la despensa y el cobertizo
para algo. Gilly tocó sus pechos, su vientre, el triángulo del material rosa
entre sus piernas. Estos eran suyos. Había traído estas cosas con ella, y no le
debía nada por ellos.
El aire helado fuera forzó un jadeo cuando salió al porche. Gilly no se
molestó en cerrar la puerta detrás de ella. Bajó las desvencijadas escaleras con
la nieve hasta las rodillas.
Hacía frío. Mucho frío. Se estremeció y siguió caminando, fijando la imagen
de rosas en su mente. Sus pies quedaron insensibles tan rápido que pudo olvidar
fácilmente que no llevaba botas. Sus manos se extendieron como si estuviera
ciega, aunque todo lo que tenía delante era tan nítido y claro como si
estuviera viendo todo a través de una lupa.
No sabía lo que estaba haciendo, ni por qué, sólo que su tacto la había
hecho sentir sucia. El fuego podría quemar la basura, el hielo podría abrasarla
y limpiarla. Tropezó y cayó sobre una de sus rodillas. La nieve, mientras lanzaba
sus manos para amortiguar su caída, cubrió sus brazos hasta llegarle a los
hombros.
¿No había sido bueno con ella? ¿Acaso no había sido agradable? Le había
comprado ropa, no le había hecho daño. Pensó en el gusano pálido que tenía por
cicatriz cruzando la suavidad de su vientre, en el humo del cigarrillo emergiendo
por su nariz como un dragón, y en la forma en que sus ojos brillaban cuando
sonreía. El estómago de Gilly resucitó al sentir su mejilla en la de ella. No
porque hubiera sido repugnante, sino porque no lo fue.
Tiene razón. Estabas contenta con dejarlo alejarte. Querías
ser llevada, por lo que no tendrías que correr. Así entonces podrías culpar a
otros por lo que realmente querías. Tiene razón, lo hiciste. Todo esto es por
ti, Gillian. Todo esto.
Ella dejó escapar un pequeño grito, incapaz de decir si era de rabia o
desesperación. Se obligó a ponerse en pie. Trozos de hielo cubrían la nieve, y
se había cortado la mano con uno de ellos. Una rosa carmesí, su sangre,
floreció en la superficie al contrario de la prístina pila. La limpió con su
mano, golpeándola. Su puño se rompió a través de la delgada corteza de hielo,
manchas de sangre cubrieron la nieve blanda.
Él la había tomado, pero ella lo había permitido. Nada podría cambiar eso.
No una cantidad de gritos, un sin número de acusaciones o mentiras. Todd no le había
hecho esto, ella se lo había hecho a sí misma.
¿Cuántas veces deseaste que alguien o algo te llevara
lejos? ¿Cuántas veces te imaginas lo bonito que sería estar enferma, muy enferma,
así podrías estar hospitalizada y alguien más se ocuparía de ti, para variar?
Los pensamientos penetraron en su mente una y otra vez mientras ella misma se
frotaba contra la nieve. Su piel se volvió rosa, luego roja, y aún así Gilly
obligó a sus manos entumecidas sacar más y frotarla por todo el cuerpo.
—¿Qué coño estás haciendo?
Todd la levantó de la nieve. Sus dedos debieron haber excavado en su piel,
pero ella no los sintió. Él la sacudió con tanta fuerza que sus dientes castañearon.
Gilly se puso de pie y echó sobre él, sin sentir nada mientras sus pies
descalzos crujían sobre su espinilla.
—¡Jesucristo, Gilly!
—¡Déjame ir! —El castañeteo de sus dientes hacía las palabras jeringozas.
—¡Estás malditamente demente! Estás loca, ¿lo sabías?
Se volvió hacia él, pero débilmente, y él la mantuvo a raya tan fácilmente
como si ni siquiera lo hubiera intentado. —¡No me toques!
—Hace mucho frío aquí, estúpida. Entremos. —Todd tiró de su brazo, sus
dedos apretando la carne entumecida.
Gilly se resistió con una fuerza que sorprendió a ambos. Se deslizó de sus
manos y cayó al suelo de nuevo sobre la nieve. Todd la agarró otra vez,
quitándose la maltratada sudadera gris y envolviéndola alrededor de sus
hombros. Gilly tenía más fuerza para luchar.
—Déjame ir —Ella pensó que susurró, pero ninguno de los dos oyó.
Cuando vio que no podía caminar, él la levantó. En las películas, él hubiera
caminado con grandes zancadas por la nieve sosteniéndola contra su pecho sin
vacilar. Pero esta no era una película, era la vida real, y Gilly no era
ninguna estrella anoréxica. Todd tropezó y cayó sobre una de sus rodillas, dejándola
caer.
Gruñó una maldición y la levantó de nuevo. Se tambaleó y tropezó a través
de la puerta abierta. Gilly cayó de sus brazos al suelo, en el salón al lado de
la mesa.
—Maldita sea. —Todd la agarró por las axilas y la arrastró delante de la
estufa de leña, sus tacones golpeando el piso mientras ella colgaba inerte en
sus manos. Él comenzó a frotar sus manos. —¿Por qué mierda hiciste eso?
No podía explicarlo, ni siquiera a sí misma. Pura estupidez le había hecho hacer
eso, y no tenía ningún sentido. Se había sentido bien, eso era todo. Gritó
cuando las sensaciones comenzaron a regresar a sus manos y pies, y lo alejó con
un manotazo.
—¡No me toques!
Retrocedió, con las manos en el aire. Se acercó a la mesa y tomó el montón
de ropa que ella había dejado allí. Volvió, se arrodilló junto a ella, trató de
envolverla con la ropa. Ella lo apartó de un empujón y se forzó en ellas por sí
misma.
—No me toques —repitió—. Nunca más.
Retrocedió de nuevo y sacó otro cigarrillo. Sintió sus ojos en ella
mientras lo encendía. El rizo de humo que salía de la punta del cigarrillo
tembló en el aire. Le temblaban las manos.
—Asustaste la mierda fuera de mí —dijo.
Ahora que se estaba calentando sus dientes castañeteaban sin cesar. Había
estado allí durante quizá sólo quince minutos, pero fue suficiente para que los
primeros parches rojos furiosos aparecieran en el dorso de sus manos y,
probablemente, en otros lugares, también. Ella se encandiló más cerca de la
estufa. Los estremecimientos sacudían su cuerpo.
—Quiero ir a casa. —No era lo que había pensado que iba a decir.
—Lo sé.
—Extraño a mis hijos —susurró—. Y a Seth.
Suspiró. —Lo sé. Pero no puedes.
Un sollozo se enganchó en su pecho, ardiendo en su garganta. —Quiero ir a
casa, Todd. Cuando haga calor. Con mi familia. Quiero decirles que lo siento...
No debí dejar que me llevaras...
Se dejó caer al suelo, apretando la cara a la alfombra descolorida. Olía a
polvo. Cerró los ojos, consciente de la superficie de la alfombra haciendo
surcos en su piel, pero demasiado cansada para preocuparse.
Desde algún lugar muy lejos, le oyó decir su nombre, pero luego no oyó nada
más.