jueves, 30 de mayo de 2013

Capítulo Trece

Sus manos estaban sobre ella de nuevo, pero Gilly no podía luchar contra ellas. Él la abrazaba con mucha fuerza. Una montaña de mantas la cubría, sofocante. Las empujó con una patada, retorciéndose, y gimió en señal de gratitud por el soplo del bendito aire fresco que la cubría.
—Agua —suplicó, y él presionó un vaso a sus labios.
Se atragantó y le dio arcadas. La bilis le quemó la garganta y lengua. Él estaba allí con un basin, susurrando cosas suaves para calmarla mientras vomitaba. Apartó su pelo hacia atrás y le dio un paño frío para su frente.
Gilly se dejó caer sobre la almohada, exhausta. El dolor de cabeza que había estado acosándola durante semanas se había vuelto agonizante de nuevo. Incluso parpadear hacía vibrar su cabeza peor que golpear un pulgar con un martillo.
Recordó su estúpida carrera a la nieve, y se miró las manos. Aún estaban rojas y agrietadas, pero no se veía como si hubiera a perder ningún dedo. Movió los dedos de sus pies bajo el peso de las mantas, aliviada al sentirlos todos.
Todd se echó hacia atrás, mirándola, la expresión de sus ojos oscuros sombría. —¿Estás bien?
Asintió, aunque el reciente dolor estalló detrás de sus ojos con el movimiento. Gilly presionó sus pulgares justo en la curva de su cuenca ocular. No sirvió de nada.
—Advil. —Logró decir. Entonces en el último momento: —Por favor.
—Tengo aspirina. —Todd salió y regresó unos minutos más tarde con una gigante botella en una mano. —¿Esto está bien?
La aspirina apenas tocaría el horrible palpitar, pero Gilly tomó dos pastillas blancas que él sacó y ofreció.
—Dos más.
Todd miró la botella y entrecerró los ojos. —Dice...
—Sé la cantidad de la dosis —dijo Gilly, con cuidado de no levantar su voz y enviar lanzas de agonía a través de su cabeza. —No es suficiente. No me ayudará.
—No te quiero OD sobre mí —dijo Todd, pero él sacó dos píldoras más sobre la mano extendida de ella.
Luchó para sentarse. Todd puso una mano detrás de su codo para ayudarla, y ella se puso rígida. —No lo hagas.
Dejó caer el brazo como si sus palabras le hubieran quemado. —Jesús, lo siento.
Gilly se elevó erguida, lo que ayudó a aliviar un poco la presión. Tomó el vaso de agua que él ofrecía y se tragó las aspirinas, luchando contra el impulso de vomitar todo de nuevo.
Se sintió flotar de nuevo. Sus ojos se pusieron pesados, sus extremidades flojas. Gilly se dejó hundirse en el sueño.
—¿Quieres ir a la cama?
Quería, pero no quería que la llevara. Gilly abrió los ojos. La habitación estaba borrosa. Se obligó a sentarse y esperó hasta que todo alrededor dejara de girar.
—Puedo hacerlo —dijo en voz baja cuando Todd hizo ademán de ayudarla.
Llegó a la cocina, donde bebió un vaso lleno de agua fría, luego lo volvió a llenar y se lo llevó con ella arriba. Sus anteriores dolores y heridas se habían intensificado junto con la agonía punzante en la cabeza. Volvió a pensar en su antiguo deseo de ser tomada tanto que necesitaría un reposo absoluto. Dejó el vaso sobre un mueble, y luego se metió en la cama.
Tenía las mejillas calientes, enrojecidas con fiebre o más probablemente, por la vergüenza en su carrera a la nieve. Había sido estúpida, ni siquiera estaba tratando de escapar. O estar segura de qué se trataba. Todd debía pensar que estaba loca, y bueno, ¿no era cierto?
Su pecho se sentía apretado, la garganta le picaba. Gilly tosió experimentalmente y gimió ante el latido en las sienes. No creía que fuera capaz de dormir, pero lo hizo, y soñó.
No con su madre o Seth y los niños. Ni siquiera con Todd. Gilly soñó con campos de rosas, vastos acres de flores rojas y tallos verdes. Hermosas rosas vibrantes, protegidas por espinas. Ella asía y asía de nuevo hasta que la sangre corría resbaladiza y caliente en sus puños, y era lo mismo que soñar con todos ellos.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Capítulo Doce

Gilly marcó el paso del tiempo por el dolor en su corazón. Cada día parecía una eternidad. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había olido el pelo de Gandy o ayudado a Arwen a atarse los zapatos? ¿Cuánto hacía desde que Seth la había besado camino hacia la puerta, su mente ya en su trabajo y el de ella en lo agradable que sería cuando llegara la hora de la siesta? Demasiado tiempo.
Gilly se escabulle en la despensa cuando los niños están fascinados por los dibujos animados corriendo sin descanso. En la oscuridad y tranquilidad respira profundamente los aromas de canela y especias. Con el refrescante suelo de madera bajo sus pies. La puerta tiene una cerradura en ella porque Gandy se colará a por dulces si no mantiene un ojo sobre él. La cierra ahora y se sienta en un taburete que mantiene allí para llegar a los estantes más altos.
Sólo quiere unos minutos tranquilos. Un tiempo para sí misma. No tiene hambre ni sed, pero tiene los huesos dolorosamente cansados. Quiere tomar una siesta, pero cuando intentó tumbarse en el sofá, Gandy había hecho de ella su trampolín personal. No puede ir arriba y dejarlos solos aquí abajo mientras duerme. Destruirán la casa.
Quiere simplemente sentarse y respirar, pero escucha el golpeteo de pequeños pies casi al mismo tiempo. Están atentos a ella, esos preciosos ángeles-monstruos. Bien podría poner una alerta roja cuando va al baño, porque están inmediatamente allí. Una conversación telefónica es ciertamente un faro, atrayéndolos a aferrarse a sus piernas mientras trata de ponerse a hablar con amigos. Y, oh, ella no se atreve a sentarse frente a la computadora para revisar sus correos electrónicos antes de que vocecitas pidan tiempo en la tienda de mascotas en línea o cuales sean los juegos que los programas de dibujos animados estén promoviendo.
—¿Mamá? —Viene el golpe. Las sombras se desplazan debajo de la puerta mientras dos pequeños seres humanos pasan de ida y vuelta—. ¿Mamá? ¿Mamá? ¡Mamá!
Y durante unos segundos, ella finge que no los oye. No contesta. Por un largo y eterno momento, espera que simplemente se rindan y se marchen.
—¿Qué quieres para el desayuno? —Las palabras de Todd la alejaron fuera de sus pensamientos.
Se apartó de la ventana y se sentó en un asiento en la mesa de la cocina. —Nada.
Él se apartó de la estufa y la miró críticamente. —Vamos. Tienes que comer algo.
—No tengo hambre. —No lo tenía. Su apetito se había ido y venido, cambiando drásticamente en la última semana. Culpó al estrés. Iba desde el borde de la inanición a tener el estómago queriendo saltar de su garganta ante la sola idea de comer algo en absoluto, y mucho menos los huevos en la sartén que él estaba friendo.
—Tienes que tener un buen desayuno si quieres pasar el día. —Sus palabras sonaron tan eruditas, tan escolásticas, tan condenadamente petulantes.
Quería mostrarle el dedo.
—Lo digo en serio —dijo Todd—. El desayuno es la comida más importante del día.
—¿Quién te dijo eso? —preguntó ella con crueldad—. ¿Tu santa querida madre?
La sartén resonó contra los anillos del quemador. Todd apagó el gas propano con un giro fuerte y enojado de su muñeca. —No. No fue ella.
La palabra cayó con una vehemencia tan espesa que Gilly podía prácticamente verla. Se encontró disculpándose con él de nuevo por los comentarios que había hecho sobre su educación. —Lo siento.
La postura de sus hombros decía que la disculpa no había sido aceptada. Gilly se dijo que no le importaba. No significada nada para ella si hería sus sentimientos. La situación y circunstancia deberían haberle dado la razón perfecta para olvidar la clase de cortesía falsa que siempre había odiado y nunca había sido capaz de detenerse a sí misma de ofrecer.
Todd se sacudió un poco, a continuación, puso los huevos sobre la mesa. —Come.
—No tengo hambre —repitió Gilly—. ¿Qué vas a hacer, obligarme?
Inclinó la cabeza. —El tío Bill siempre decía que si tenías que obligar a alguien a hacer algo, probablemente no valía la pena hacer que lo hagan.
Más palabras de sabiduría del tío Bill. Gilly se recostó en su silla y le clavó la mirada. —¿En serio?
Él apuñaló una gran cantidad de porción con su tenedor. Antes de llevárselos a los labios, se detuvo. Buscó su mirada con la suya de una manera tan directa que trajo calor tiñendo las mejillas de Gilly.
Todd señaló con su tenedor la ventana cubierta de nieve. Una pila se había formado afuera, una lo suficientemente grande como para tapar casi todo el cristal. —Aunque quisiera dejarte ir, no puedo.
—Pero tú no quieres. —se burló de esta verdad entre ellos como si él hubiera tratado de negarlo.
Todd bajó el utensilio a lado del huevo sin tocar todavía aferrándose a él. Sus ojos brillaban, pero su voz se mantuvo suave cuando le respondió. —No puedo volver a la cárcel, Gilly. Simplemente no puedo. ¿No lo entiendes?
—Lo entiendo.
Todd hizo una pausa, con la mirada sin apartarse de la de ella. Seria. —Si me atrapan por esto, esto es lo que sucedería. Me pondrían de nuevo en la cárcel. Y preferiría morir.
Sus dedos se enroscaban de forma aleatoria sobre la desvencijada mesa antes de que ella los detuviera. Su voz fue firme, dura y antipática. —Debiste haber pensado en eso antes de secuestrarme.
Su suspiro estaba tan colmado de disgusto que la hizo estremecerse. —No te secuestré.
Gilly se apartó de la mesa y fue al fregadero. Viendo nada afuera excepto el blanco. Se agarró al borde de la encimera, se obligó a bajar la voz. —No actúes como si me hubieses recogido de un bar.
Había tenido momentos como este antes, días en los que cada pequeña cosa trabajaba en ella como un grano de arena contra un globo ocular. Un minuto al borde del llanto, el siguiente a punto de gritar hasta que la garganta se desgarrara en jirones ensangrentados. Seth sabía permanecer fuera de su camino cuando estaba así, echándole la culpa a las hormonas del ciclo menstrual con la razonable aceptación de un hombre que los misterios del cuerpo de una mujer pueden ser culpados por todo. Su temperamento era impulsivo, pero transitorio, y Gilly había aprendido a contenerlo como mejor podía. Tenía que hacerlo.
Su madre había gritado mucho, cuando no se enfrentaba a Gilly con frío silencio de alguna manera era peor que las estridentes acusaciones. Su madre había variado entre la rabia y la desesperación con tan poco esfuerzo que Gilly no había sabido hasta la edad adulta que podría haber una diferencia en las emociones.
Contar hasta diez. Contar hasta veinte. Morderse la lengua hasta que sangrara. A veces, la mayoría de las veces, esas tácticas funcionaban. Dolía, contener toda esa ira, pero no iba a dejar que sus hijos atravesaran lo que había pasado cuando niña. Algunos días había tenido que esconderse en la despensa, aferrándose a conseguir los últimos trazos de su paciencia con todo lo que tenía, sólo para cuidarse a sí misma de quebrarse.
No se sentía muy paciente ahora. Ni siquiera contar hasta cien iba a funcionar. Duras palabras querían volar de sus labios, para golpearlo, para herirlo. Se mordió el interior de la mejilla. El dolor le ayudó a centrarse. La furia no le ayudaría. Todd tenía razón sobre la nieve y su situación. No podía dejarla ir, y ella no podía real, práctica o lógicamente escapar. Era mantener su temperamento o perder la razón.
—Deberías sólo matarme —dijo a través de las mandíbulas apretadas, incluso mientras lo decía sabía que lo estaba empujando demasiado lejos.
Todd negó con la cabeza, de espaldas a ella. Se inclinó sobre la mesa, apuñalando su plato con los dientes de su tenedor. —Cállate.
Pero ella no podía. Las palabras cayeron fuera, amargas y desagradables. Ásperas. —Podrías haberme dejado morir de frío ahí afuera. No te hubieras preocupado por mí, entonces. Deberías haberme dejado en la camioneta. Entonces estaría muerta y no tendrías nada de qué preocuparte.
—Dije —murmuró Todd con fuerza—, cállate.
Ella nunca había sacado las piernas de un papaíto piernas largas* o atado una lata a la cola de un cachorro. Gilly nunca había sido el tipo de provocar y torturar. Pero ahora se encontró con un fuerte, perverso y distinto placer observando a Todd retorcerse.
—La única manera de que alguna vez estés seguro es si estoy muerta —continuó, alegre, su voz como una estocada apuñalándolo en puntos débiles—. Así que deberías hacerlo. Acabar esto de una vez. Sálvanos a ambos sin complicaciones…
—Cállate, Gilly.
Ella golpeó el mostrador con la fuerza suficiente para hacer saltar un poco los platos. —¡Hazlo o di que me dejarás ir!
Se levantó y se volvió hacia ella, haciéndola tropezar contra el fregadero. La silla cayó al suelo. El metal frío presionó contra su columna vertebral, su codo se sacudió dolorosamente por el borde del mostrador.
—Sólo quería la camioneta. Te lo dije. Iba a dejarte en un costado de la carretera, pero luego tenías a los niños en el asiento trasero. No quería lastimarlos. ¡Sólo quería venir aquí y estar lejos de la gente, alejarme! ¡No quería mantenerte, por el amor de Dios! Pero ahora estás aquí, ¿no? Justo en mi maldita cara. Sí, podría haberte dejado allí para que te congelaras, pero no lo hice. Pero eso no me hace un héroe ¿verdad? Sólo me hace un idiota. Estoy jodido no importa lo que pase. Entonces, ¿por qué no puedo matarte, Gilly? ¿Por qué no lo hago? Porque. Jodidamente. No. Quiero.
Ella había lanzado sus manos con un gesto para protegerse, pero Todd no la tocó. Se pasó una mano por el cabello en su lugar y dio marcha atrás. Hubiera sido más fácil si la hubiera golpeado. Ella lo estaba esperando. Lo estaba presionando para hacerlo. Quería que la golpeara, se dio cuenta con enferma repulsión en la garganta.
—Tío Bill murió. Me dejó este lugar y dinero. Cinco de los grandes —dijo Todd en voz baja y ronca. Una voz rota—. No mucho dinero, pero algo. Estaba bien sin eso. Lo estaba haciendo. Haciendo lo que tenía que hacer, para salir adelante. Trabajar con encargos de mierda, no hacer nada, excepto trabajar y dormir. Con un apartamento de mierda, un pedazo de mierda de coche, una hamburguesa de queso de cenar cuatro veces a la semana. Y no del buen tipo —añadió, con clara reprobación. —La basura de cuatro-por-un-dólar en la tienda de dólar.
Gilly recordó el sabor de esa clase, hecho con agua en lugar de leche cuando su cuenta bancaria había quedado escasa. Podía saborearlo ahora, el nostálgico sabor y áspero en su lengua. No era necesariamente una mala memoria.
—El dinero iba a hacer una diferencia, pagar algunas facturas, así que estaba bien. Pensé que en realidad podría salir adelante de una vez, en lugar de estar siempre atrás. Pero no lo conseguí de inmediato. Algún montón de mierda legal que tenía que examinar y no sabía cómo. Pero lo estaba haciendo bien.
Él la miró con los ojos entornados, haciendo hincapié en ello. —Lo estaba haciendo bien. Luego me despidieron en el restaurante por llegar tarde. Llegué tarde porque mi coche se averió. Mi amigo Joey Di Salvo iba a venderme un coche, muy barato, pero él necesitaba mil dólares. Era todo lo que tenía. Me refiero a todo. Renta, comida, todo. Sin embargo, quedé sin coche, sin trabajo. Ese hijo de puta se llevó mi dinero y huyó...
Las palabras salieron de él a toda prisa, sin aliento, pero con la misma forma que había notado en él antes. Como si cada palabra que dijera hubiera sido cuidadosamente pensada antes de pronunciarla.
Todd se paseó por el linóleo desgastado. Realmente no había espacio suficiente para que hiciera eso, no sin chocar contra ella, pero él no parecía darse cuenta o preocuparse. Caminó hacia la puerta de la despensa y sacó un arrugado paquete de Marlboro del bolsillo de su camisa. Sin pausa, encendió un cigarrillo con la llama casi desvaneciéndose del encendedor y aspiró el humo profundamente en los pulmones. Brotando de su nariz mientras se paseaba. Los ojos de Gilly se humedecieron por el olor acre a su paso.
Él hablaba y fumaba con el cigarrillo inclinado contra sus labios, pero nunca cayendo de su boca. —Me despidieron porque llegaba tarde —repitió—. Una vez. Una puta vez. Ellos no me dieron una maldita segunda oportunidad, ¿sabes?
—Porque habías estado en la cárcel. —La visión de él le fascinaba. Ella no estaba menos enfadada que unos minutos atrás, pero Todd tenía una forma de calmar su furia que Seth, a pesar de sus años juntos, nunca había dominado.
Todd dio un puñetazo contra el armario, haciendo sonar los platos en el interior. Gilly saltó. —Sí. Debido a eso. ¿Quieres saber lo que hice? Robé una tienda de licores, ya que les debía a algunos chicos algo de dinero. Pensé que iba a ser un movimiento fácil, ¿cierto? Entrar, conseguir el dinero en efectivo, largarme. El estado no necesita ese dinero, por qué carajo pagamos todos los impuestos, ¿verdad? El anciano haciendo un inventario no debió estar allí. Pero estuvo. Mierda, Gilly, mi maldita pistola ni siquiera era real. La compré en una venta de garaje. Era un maldito encendedor.
—Robaste una tienda. ¿También pensaste que fue culpa de otra persona, así como si fuera mi culpa tener hijos?
El labio de Todd se curvó, sus ojos oscuros brillaron. —Tú no sabes una mierda de una maldita cosa.
—Nunca he robado una tienda de licores, sé eso. —Gilly deliberadamente hizo un gesto con la mano delante de su cara para dispersar el humo que irritaba sus ojos y tosió, aunque dudaba que a Todd le importara.
Su mirada a través del humo flotando se volvió evaluadora. —No sabes lo que es ser pobre. Eso es lo que sé.
Ella pensó en la universidad, viviendo de fideos y macarrones con queso de la tienda de dólares a fin de mes, pero siempre sabiendo que podía volver a casa si realmente necesitaba. Y de cómo vivir en la pobreza era, a menudo, mejor que ir a casa. —Hay un montón de personas en desventajas que no recurren a la delincuencia.
Él se burló de nuevo, tomando otra calada del cigarrillo. Esta vez, en lugar de dejar que el humo se filtrara por su nariz, lo mantuvo en la boca y lo dejó salir por un lado. —No estaba en desventaja.
—¿No?
—Estaba regiamente jodido, eso es lo que estaba.
Ella arqueó las cejas hacia él. —¿Qué pasó? ¿Los niños se burlaban de ti en la escuela debido a que no tenías la ropa adecuada?
—A veces —La mirada de Todd fue plana—. A veces por otras cosas.
Era su turno de curvar un labio. —Pobre bebé.
—No sabes nada acerca de cómo era mi vida. Ni siquiera lo intentes. No puedes incluso adivinar. —Ahora, su voz temblaba, a duras penas, y tragó saliva antes de alejarse.
No podía, en realidad. Ella no tenía ninguna experiencia con personas que pensaban que vivir en el otro lado de la ley era una compensación justa para los desaires que la sociedad había hecho contra ellos. Su voz era dura y sin sentido del humor, aunque no tan pujante como lo había sido antes. —Todo el mundo piensa que su vida es difícil, Todd. Es de naturaleza humana pensar que eres especial. Sobre todo cuando no lo eres.
Ella había querido decir eso para lastimarlo, pero pareció perder el propósito, porque Todd ni siquiera se inmutó. Se inclinó hacia ella tanto como ella lo había hecho antes. El humo unido a su aliento caliente acariciando su mejilla. Gilly se obligó a quedarse quieta, para mirarlo a los ojos. Para no darle la espalda. Se había puesto a sí misma en este lugar. Tenía que hacerle frente.
Tu vida no parecía demasiado difícil. Un coche bonito. Un monedero lleno de dinero. —Él extendió la mano y sacudió el pendiente colgando de su cuello. —Un buen marido para comprarte joyas bonitas. Buenos chicos. Lo tenías muy difícil, Gilly. Pobre de ti. Pobre niñita rica.
La culpa la arrasó, porque lo que decía era verdad. No podía negarlo. Había dejado que la alejara de esa buena vida, el buen hombre y los niños que eran su razón para todo. Gilly golpeó su mano.
—No me toques.
Todd se echó hacia atrás. Arrojó los restos de su cigarrillo en el piso y lo apagó con la punta de su bota. Él descansó un minuto, decaído contra el mostrador, y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones vaqueros. —Fue la primera vez que había robado un lugar. Pero me metí en un montón de problemas cuando era niño. Él... el juez dijo... que tal vez algún tiempo en la cárcel cambiaría mi actitud.
—¿Lo hizo? —La pregunta era grosera, pero Gilly no podía regresarla de nuevo.
—No tengo ni idea. —Todd le lanzó una sonrisa entonces, sorprendiendo en su imprevisibilidad. —Supongo que no.
Gilly sacudió la cabeza, desequilibrada por su cambio de actitud. —Robar mi camioneta no fue muy inteligente.
—Existen personas estúpidas y personas inteligentes —dijo Todd con otro de su peligrosamente encantador e ingenuo encogimiento de hombros—. No soy inteligente.
No era un genio, ella lo sabía. Sin embargo, algo en su respuesta le dijo que le habían dicho que era estúpido tantas veces que se había convertido verdad, en lugar de al revés. Le habían dicho, y él lo creyó. Se había convertido en eso.
—¿No pensaste que rastrearían la camioneta?
Resopló. —Las camionetas son robadas todo el tiempo. Tenía un amigo que iba a hacerse cargo de ella por mí. No DiSalvo, ese pedazo de mierda. Otro tipo. Dijo que me daría una buena oferta en una permuta. Me habría deshecho de ella antes de que nadie supiera dónde empezar a buscarla. Hubiera estado descompuesta en un centenar de piezas, vendidas por partes.
Sonaba tan seguro y lo hizo sonar tan convincente, que ella pensó que podría tener razón. No es que importara ahora, con su Suburban probablemente en un centenar de piezas en el fondo de un barranco en lugar de un depósito de chatarra de montaña. —Perdóname si no me siento mal por ti.
Todd encendió otro cigarrillo y sopló el humo hacia ella. Inclinó la cabeza otra vez, la inclinación de cachorrillo que, según ella, no coincidía con la aspereza del humo saliendo por su nariz. —Vamos, Gilly. No he sido un total idiota contigo, ¿verdad?
—Has sido un verdadero príncipe azul —murmuró Gilly. Tenía dolor de cabeza, y su estómago había comenzado de nuevo a agitarse incesantemente. Estaba frustrada y molesta, pero ya no estaba con una furia rabiosa. Sólo quería acostarse y volver a dormir.
Todd se acercó y tan casualmente como si estuviera arrancando una flor tomó un puñado de pelo de la parte trasera de su cabeza. De un momento a otro, la presionó contra él. Los dedos de Todd se sumergieron en su pelo, con la presión justa antes de volverse dolorosa.
—Podría lastimarte. Podría haberte tirado a un lado de la carretera y destripado como a un ciervo. —Todd acarició su mejilla contra el cuello de ella, en la parte sensible, justo debajo de la oreja, aunque no había nada sensual en la caricia. Nada sexy. Bajo el crudo olor a humo de tabaco, ella captó el aroma de jabón y franela. Sus labios rozaron su oreja cuando él susurró: —Pero no lo hice, ¿verdad?
—No. —Incapaz de alejarse de él con su mano fijada en su pelo, Gilly tensó la espalda contra un escalofrío.
—A pesar de que actúas como si quisieras que lo haga. —Sus dedos se cerraron con más fuerza, con los nudillos presionados en la parte trasera de su cráneo. Su cuero cabelludo protestó, su piel escoció. —¿Es eso realmente lo que quieres?
Gilly cerró los ojos.
—Responde a mi pregunta —dijo sin dejarla ir. Cuando ella no respondió, tiró bruscamente hasta que lo miró. —¿No he sido bueno contigo, Gilly?
—No, no lo has sido —murmuró Gilly, preparándose para más dolor que no vino.
—No te quería aquí. —Puso su frente en la de ella. Sus profundos ojos marrones se clavaron en los de ella, apenas pestañeando—. Incluso intenté dejarte escapar. Pero no te fuiste.
Ella giró su cabeza, luchando contra él. Era demasiado grande, demasiado fuerte. Sintió su fuerza en cada movimiento. No podía zafarse. Él ciertamente la estaba trasgrediendo más que si hubiera forzado su lengua en su boca o su mano entre sus piernas.
—¿Por qué no huiste cuando tuviste la oportunidad, eh? ¿Por qué no saliste corriendo junto al esposo y agradables niños, a la blanca casa con patio y el perro…
—¡Vete a la mierda! —Las palabras se desarraigaron de ella.
—No se siente bien, ¿verdad? ¿Ser juzgada? Me parece que deberías darme las gracias, no tratarme como si fuera algo asqueroso con lo que te topaste.
—No me conoces —Gilly molió las palabras con las mandíbulas apretadas.
—¿Sabes lo que pienso? Pienso —dijo Todd lenta y deliberadamente, su mirada fijándola como a un escarabajo en un tablero—, que soy lo mejor que te ha pasado.
Gilly dejó de luchar.
Él la dejó ir. Gilly se tambaleó hacia atrás, golpeándose el codo contra el mostrador de nuevo. Más dolor. Se obligó a detener una arcada.
—Quiero ser bueno contigo —dijo Todd. Se sentó en la mesa, de espaldas a ella. Apagó el cigarrillo y empezó a comerse sus huevos—. Pero lo haces jodidamente difícil.
Gilly salió de la cocina y se dirigió a la puerta principal. La parte posterior de su cabeza aún dolía, pero la mejilla ardía por la caricia que él había puesto en ella. Se frotó el pómulo con la mano, el largo de la manga de la sudadera que le había comprado era suave contra la piel.
Se detuvo junto a la mesa de madera llena de raspadura, mirando sin ver las descoloridas flores de plástico. Rosas. Eran rosas, desteñidas y de plástico, no real. Como deseaba que nada de esto fuera real.
Lenta y metódicamente, se quitó la camiseta por encima de la cabeza. Dobló con cuidado, con un brazo sobre el otro, en un cuadrado voluminoso. Lo puso sobre la mesa.
Se llevó las manos a la cintura de sus pantalones. Había tenido que atar la cuerda con un doble nudo apretado para evitar que los grandes pantalones cayeran de sus caderas. Desde la cocina llegó el ruido de platos en el fregadero. Gilly no se detuvo. Sus dedos trabajaron el nudo al tiempo que miraba las flores.
Las rosas necesitaban mucho cuidado. Mucha responsabilidad. El amor no era suficiente, tenías que recortarlas, regarlas y fertilizarlas. Las rosas eran cosas preciosas y frágiles que llevaban una gran cantidad de tiempo y esfuerzo para crecer y, a veces, no importaba la cantidad de tiempo que les dabas, todavía caían.
Gilly no llevaba zapatos, sólo un par de gruesos calcetines deportivos blancos. Deslizó sus pantalones sobre sus muslos, sus tobillos y  calcetines, el cual salió con un pequeño giro de cada pie. Su piel se erizó, aunque con la estufa de leña en la habitación, estaba muy caliente. Se quedó en bragas y sujetador, los que se había puesto el día en que él la tomó, y una camiseta de algodón que tenía Princesa en el frente con letras de diamantes falsos y de mal gusto.
Dobló los pantalones y los puso sobre la sudadera, y añadió los calcetines a la pila. Se puso la camiseta por la cabeza y se quedó casi desnudo. Sin dejar de mirar a las flores. Pensando en las rosas.
Oyó la puerta de atrás abrirse, Todd salió por la despensa y el cobertizo para algo. Gilly tocó sus pechos, su vientre, el triángulo del material rosa entre sus piernas. Estos eran suyos. Había traído estas cosas con ella, y no le debía nada por ellos.
El aire helado fuera forzó un jadeo cuando salió al porche. Gilly no se molestó en cerrar la puerta detrás de ella. Bajó las desvencijadas escaleras con la nieve hasta las rodillas.
Hacía frío. Mucho frío. Se estremeció y siguió caminando, fijando la imagen de rosas en su mente. Sus pies quedaron insensibles tan rápido que pudo olvidar fácilmente que no llevaba botas. Sus manos se extendieron como si estuviera ciega, aunque todo lo que tenía delante era tan nítido y claro como si estuviera viendo todo a través de una lupa.
No sabía lo que estaba haciendo, ni por qué, sólo que su tacto la había hecho sentir sucia. El fuego podría quemar la basura, el hielo podría abrasarla y limpiarla. Tropezó y cayó sobre una de sus rodillas. La nieve, mientras lanzaba sus manos para amortiguar su caída, cubrió sus brazos hasta llegarle a los hombros.
¿No había sido bueno con ella? ¿Acaso no había sido agradable? Le había comprado ropa, no le había hecho daño. Pensó en el gusano pálido que tenía por cicatriz cruzando la suavidad de su vientre, en el humo del cigarrillo emergiendo por su nariz como un dragón, y en la forma en que sus ojos brillaban cuando sonreía. El estómago de Gilly resucitó al sentir su mejilla en la de ella. No porque hubiera sido repugnante, sino porque no lo fue.
Tiene razón. Estabas contenta con dejarlo alejarte. Querías ser llevada, por lo que no tendrías que correr. Así entonces podrías culpar a otros por lo que realmente querías. Tiene razón, lo hiciste. Todo esto es por ti, Gillian. Todo esto.
Ella dejó escapar un pequeño grito, incapaz de decir si era de rabia o desesperación. Se obligó a ponerse en pie. Trozos de hielo cubrían la nieve, y se había cortado la mano con uno de ellos. Una rosa carmesí, su sangre, floreció en la superficie al contrario de la prístina pila. La limpió con su mano, golpeándola. Su puño se rompió a través de la delgada corteza de hielo, manchas de sangre cubrieron la nieve blanda.
Él la había tomado, pero ella lo había permitido. Nada podría cambiar eso. No una cantidad de gritos, un sin número de acusaciones o mentiras. Todd no le había hecho esto, ella se lo había hecho a sí misma.
¿Cuántas veces deseaste que alguien o algo te llevara lejos? ¿Cuántas veces te imaginas lo bonito que sería estar enferma, muy enferma, así podrías estar hospitalizada y alguien más se ocuparía de ti, para variar?
Los pensamientos penetraron en su mente una y otra vez mientras ella misma se frotaba contra la nieve. Su piel se volvió rosa, luego roja, y aún así Gilly obligó a sus manos entumecidas sacar más y frotarla por todo el cuerpo.
—¿Qué coño estás haciendo?
Todd la levantó de la nieve. Sus dedos debieron haber excavado en su piel, pero ella no los sintió. Él la sacudió con tanta fuerza que sus dientes castañearon. Gilly se puso de pie y echó sobre él, sin sentir nada mientras sus pies descalzos crujían sobre su espinilla.
—¡Jesucristo, Gilly!
—¡Déjame ir! —El castañeteo de sus dientes hacía las palabras jeringozas.
—¡Estás malditamente demente! Estás loca, ¿lo sabías?
Se volvió hacia él, pero débilmente, y él la mantuvo a raya tan fácilmente como si ni siquiera lo hubiera intentado. —¡No me toques!
—Hace mucho frío aquí, estúpida. Entremos. —Todd tiró de su brazo, sus dedos apretando la carne entumecida.
Gilly se resistió con una fuerza que sorprendió a ambos. Se deslizó de sus manos y cayó al suelo de nuevo sobre la nieve. Todd la agarró otra vez, quitándose la maltratada sudadera gris y envolviéndola alrededor de sus hombros. Gilly tenía más fuerza para luchar.
—Déjame ir —Ella pensó que susurró, pero ninguno de los dos oyó.
Cuando vio que no podía caminar, él la levantó. En las películas, él hubiera caminado con grandes zancadas por la nieve sosteniéndola contra su pecho sin vacilar. Pero esta no era una película, era la vida real, y Gilly no era ninguna estrella anoréxica. Todd tropezó y cayó sobre una de sus rodillas, dejándola caer.
Gruñó una maldición y la levantó de nuevo. Se tambaleó y tropezó a través de la puerta abierta. Gilly cayó de sus brazos al suelo, en el salón al lado de la mesa.
—Maldita sea. —Todd la agarró por las axilas y la arrastró delante de la estufa de leña, sus tacones golpeando el piso mientras ella colgaba inerte en sus manos. Él comenzó a frotar sus manos. —¿Por qué mierda hiciste eso?
No podía explicarlo, ni siquiera a sí misma. Pura estupidez le había hecho hacer eso, y no tenía ningún sentido. Se había sentido bien, eso era todo. Gritó cuando las sensaciones comenzaron a regresar a sus manos y pies, y lo alejó con un manotazo.
—¡No me toques!
Retrocedió, con las manos en el aire. Se acercó a la mesa y tomó el montón de ropa que ella había dejado allí. Volvió, se arrodilló junto a ella, trató de envolverla con la ropa. Ella lo apartó de un empujón y se forzó en ellas por sí misma.
—No me toques —repitió—. Nunca más.
Retrocedió de nuevo y sacó otro cigarrillo. Sintió sus ojos en ella mientras lo encendía. El rizo de humo que salía de la punta del cigarrillo tembló en el aire. Le temblaban las manos.
—Asustaste la mierda fuera de mí —dijo.
Ahora que se estaba calentando sus dientes castañeteaban sin cesar. Había estado allí durante quizá sólo quince minutos, pero fue suficiente para que los primeros parches rojos furiosos aparecieran en el dorso de sus manos y, probablemente, en otros lugares, también. Ella se encandiló más cerca de la estufa. Los estremecimientos sacudían su cuerpo.
—Quiero ir a casa. —No era lo que había pensado que iba a decir.
—Lo sé.
—Extraño a mis hijos —susurró—. Y a Seth.
Suspiró. —Lo sé. Pero no puedes.
Un sollozo se enganchó en su pecho, ardiendo en su garganta. —Quiero ir a casa, Todd. Cuando haga calor. Con mi familia. Quiero decirles que lo siento... No debí dejar que me llevaras...
Se dejó caer al suelo, apretando la cara a la alfombra descolorida. Olía a polvo. Cerró los ojos, consciente de la superficie de la alfombra haciendo surcos en su piel, pero demasiado cansada para preocuparse.

Desde algún lugar muy lejos, le oyó decir su nombre, pero luego no oyó nada más.

sábado, 25 de mayo de 2013

Capítulo Once


Se había despertado antes que él otra vez. Gilly escuchó el suave sonido del ronquido de Todd más allá del tabique. Aunque un lento estiramiento inicial demostró que sus dolores habían disminuido un poco, su estómago se balanceó y su cabeza palpitó. De alguna manera esto era peor que sentirse como si hubiera sido golpeada con un mazo.
¿Por qué molestarse en levantarse? No tienes un lugar donde ir. Nada que hacer. Nadie te necesita. Vuelve a dormir. ¿Cuándo fue la última vez que quedaste en la cama tanto tiempo?
Gilly no podía convencerse a sí misma de levantarse. Había renunciado el lujo de dormir por los bebés, y era el que más echaba de menos. Admitirse a sí misma que estaba disfrutando no tener que levantarse de la cama se sintió mal, pero se obligó a reconocerlo. Nunca había sido el tipo de meterse a sí misma a propósito alfileres, pero algo en este dolor se sintió bien.
No se levantó aún.
El letargo aplastó sus miembros. Bajo las capas de edredones, la calidez la envolvió. Movió las piernas y la suave franela del camisón frotó contra los pesados pantalones de lana que llevaba debajo. Recostándose en un lado,  acurrucó su rostro sobre la almohada, suspiró y se dejó llevar.
Cuando su pierna quedó dormida y la cadera le molestaba, se volvió sobre su espalda. Cuando esa posición empezó a incomodar, rodó hacia el otro lado. No durmió, no realmente, no importó lo mucho que quiso. Ella soñó, sin embargo. Patrones al azar de la memoria y pensamientos, corrientes de imaginación pintando cuadros en su cerebro.
Largas noches gastadas haciendo el amor. Hurgando profundamente bajo las mantas contra la luz de la mañana, contra el frío del aire invernal. Acurrucándose apretadamente contra la piel desnuda, el sonido de la voz de Seth y su risa baja calentando tanto como las capas de edredones. Presionando en contra de él. Amándolo.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que habían pasado un día así juntos, permaneciendo en la cama durante horas? ¿Disfrutando de la compañía del otro más allá de sólo sexo? ¿Tendría alguna vez la oportunidad de nuevo?
Su estómago gruñó, era más hambre que nausea esta vez. Gilly se pasó la lengua por los dientes y arrugó la nariz.
No se había limpiado o bañado, realmente bañado en cuatro días.
Hasta que Todd no construyera el fuego para el día, la cabaña quedaría fría. No había nada más que hacer, excepto enfrentarla. Ella se despojó de las mantas y saltó de la cama. Su cabeza palpitaba duro con el movimiento, pero se obligó a continuar.
Con una rápida mirada sobre la división, a Todd aún durmiendo, Gilly deslizó su bata de franela pesada sobre su cabeza y la metió debajo de la almohada, luego tiró las mantas sobre ella. Agarró la camisa y el jersey de cuello alto de la mecedora junto a la cama y se puso ambos. Más tarde, ella la reduciría a manga corta y transpiraría igual, pero por ahora quería tanto la protección de vestimenta ‘real’, no pijamas y tantas capas como podía.
Todd murmuró en su sueño, rodando sobre su vientre y tirando la almohada sobre su cabeza mientras caminaba junto a él. El suelo crujió y se detuvo, pero él no se despertó. En la planta baja, Gilly utilizó el atizador en las brasas hasta que se encendieron y luego puso en ellas un tronco. Calentó sus manos por unos minutos en la cocina y observó el resoplido de su aliento brillar plata y fugaz antes de desaparecer.
Odiaba tener frío. Realmente odiaba, no sólo no le gustaba. Al crecer, la casa siempre había sido fría y oscura. Gilly había jurado que nunca iba a vivir de esa manera, temblando y aglomerada en suéteres para mantenerse caliente. Y sin embargo allí estaba, cubierta de piel de gallina con la punta de la nariz como un cubo de hielo.
—Genial —murmuró Gilly.
La habitación se calentó, lentamente. Su estómago rugió. No tenía más ganas, de moverse de su lugar cerca de la estufa, que al salir de la cama, pero finalmente se obligó a levantarse y pasear por la cocina con los dedos aún miserablemente fríos para su buen humor.
Terminó su desayuno, cereales más azucarados, sin ninguna señal o sonido de Todd desde arriba. Extrañamente, la dulzura se instaló de nuevo en su estómago. Ansiaba café, lo que también era extraño, ya que prefería el té por lo general, incluso en casa.
Lavó la taza y la cuchara, y las puso en el escurridor para secarlas. Tan doméstica, tan normal. Gilly se detuvo, con las manos todavía en el fregadero, los dedos anillados con burbujas. Se esforzó por encontrar algo de indignación, ira o miedo, pero ninguno llegó.
Cuando era niña, la única constante en su casa había sido la inconstancia. De un día para otro, Gilly nunca estaba segura de si su padre estaría en casa o de viaje, si su madre sería una madre brillante y sonriente como las que aparecen en televisión, horneando galletas, o algo un poco menos agradable. Gilly podría adaptarse a cualquier cosa. Incluso, al parecer, a esto.
Con su cuenco y una cuchara lavados, Gilly no tenía nada más que hacer. Todd le había llevado brillante medias y pijamas de franela, pero no había traído nada para leer. Una búsqueda en el gran armario en la esquina reveló una gran selección de juegos de mesa como el Monopoly, Parchís y Trouble. Barajas de cartas, fichas de póquer, un tablero de ajedrez con una bolsa de plástico de damas, apilados en la parte superior. Encontró una caja con bisagras completa de cartuchos gastados de escopeta y lo miró por un largo tiempo como si mirar le daría alguna pista de por qué nadie los había salvado, pero al final no podía pensar en ninguna razón que tuviera sentido. En uno de los estantes descubrió una pila de revistas Field & Stream y People de la década de los 80.
La Princesa Diana la observaba de una cubierta, Mel Gibson de otra. Tocó el papel liso y pasó los dedos por sus penetrantes ojos azules. El hombre vivo más sexi. ¿Podría alguien pensar eso ahora? Probablemente no, después de lo del adulterio y diatribas antisemitas.
—Buen día —Todd la sacó de su ensimismamiento, asustándola—. ¿Has estado despierta hace tiempo?
—Un poco.
Bostezó y se estiró, mostrando el gusano pálido de su cicatriz en el vientre. Su rostro había formado costras. Él estaba sanando. Ambos lo estaban.
—¿Todavía sigue nevando? —preguntó, sin esperar una respuesta miró hacia fuera por una de las ventanas traseras. Miró por encima del hombro. —Está peor.
Gilly se encogió de hombros. ¿Importaba? ¿Qué sería unos pocos centímetros más en la parte superior de lo que ya había caído?
Todd volvió a bostezar y frotó su cabello. —Se suponía que teníamos… esto, como-se-llame. El calentamiento global.
Gilly reunió un puñado de revistas y cerró la puerta del armario. —Eso es lo que ellos dicen.
—Ellos —Todd rió, sacudiendo la cabeza— ¿Quiénes son ellos, de todos modos? Un manojo de científicos sentados, tirando sus bielas, averiguando cosas para asustar a todos. Eso es lo que pienso. ¿Ya comiste?
Ella asintió y Todd caminó hacia la cocina. Se comió el desayuno mientras Gilly leía acerca de las celebridades y modas de hace treinta años. La habitación se calentó mientras añadía más leña a la estufa. Gilly arrojó su suéter, por fin con el ambiente cálido, aunque no exactamente acogedor.
Tal vez pasó una hora mientras Gilly leía. Durante ese tiempo, era consciente de Todd flotando alrededor de la habitación. Mantuvo sus ojos en las páginas mientras caminaba sin rumbo de una ventana a otra. Comprobó la estufa, añadiendo troncos y empujándolos un poco con el atizador hasta que saltaban chispas. Salió al porche, dejando entrar una ráfaga de aire que agitó las páginas y erizó su piel.
Por último, irritada, Gilly espetó: —¿No puedes encontrar algo que hacer?
Todd se dejó caer en el sofá frente a ella y suspiró. —No hay nada que hacer.
Se parecía tanto a Arwen cuando decía lo mismo que Gilly se mordió el labio contra una sonrisa. Todd tamborileó un golpe en el brazo del sofá, algo rítmico y molesto. Gilly lo ignoró, concentrándose en la revista, pero Todd era imposible de ignorar. Se movía, murmuraba, se retorcía, golpeteaba. Por fin, decidió poner el asunto en sus manos, Lady Di se deslizó del sofá al suelo.
—¿Por qué no vas a conseguir una cerveza? —dijo—. O algo así.
Hizo una pausa en el movimiento incesante y levantó una ceja. —Pensé que no bebías.
—No lo hago. Eso no significa que tú no puedas.
Miró hacia la cocina, luego a ella con una ceja levantada. —¿Por qué me quieres borracho?
—Oh Dios, Todd. ¿Por qué diablos iba yo a quererte borracho?
—Tal vez así podría desmayarme.
Él no dijo el resto, que ella haría uso de la posibilidad de escapar, pero Gilly sabía lo que quería decir. No era razonable sentirse picada porque pudiera ser tan cuidadoso de ella como ella de él, pero Gilly resopló de todos modos. —En realidad, no. No me gusta estar rodeada de gente borracha. ¿Una cerveza te pone borracho?
—Por lo general no. —Él sonrió y golpeó los pies encima de la mesa de centro, agitando la pila de revistas que había terminado.
—¿Podrías no hacer eso? Estás haciendo un lío. —Se agachó para recoger todas las revistas y las apiló cuidadosamente, luego levantó la vista para verlo mirándola con curiosidad.
—¿Hace alguna diferencia? —dijo Todd.
Gilly se levantó, estirando los músculos tensos y contusiones. —Sí. Lo hace.
Todd puso sus pies en el suelo con un ruido sordo y el ceño fruncido. —Lo siento.
Por una vez él había sido el primero en decirlo, y Gilly lo miró. —Es mejor si las cosas están limpias, eso es todo.
—Sí, bueno, nada permanece...—comenzó Todd y se detuvo. Frunció el ceño—. Sí. Supongo que sí.
Inquieta, Gilly se extendió de nuevo. El paso del tiempo la golpeó. Había perdido la cuenta de los días. —¿Qué día es hoy?
—Viernes. Creo. ¿Cierto? Joder si lo sé.
Viernes. En casa pasaría el día limpiando y cocinando, preparándose para el Sabbat. Al caer la noche estaría agotada, pero ver las caras de los que ella amaba a la luz de las velas del Sabbat siempre le rejuvenecía. Gilly esperaba los viernes por la noche por esa sola razón.
Ella horneaba jale dulce, el pan de sábado judío, cada semana. El estómago zumbó al pensarlo. No recordó haber visto ninguna levadura en la cocina, pero podría ser capaz de encontrar algo. Si sus antepasados ​​habían sobrevivido al huir de Egipto con sólo el pan sin levadura para comer, Gilly Soloman podría arreglárselas.
El calor de la estufa de leña no alcanzó la despensa. Su respiración salía en grandes ráfagas mientras buscaba los estantes. Las compras más recientes de Todd, muchas de ellas, todavía estaban en bolsas de plástico, desordenadas frente a las estanterías y más atrás estaban artículos que probablemente habían estado allí tanto tiempo como las revistas.
Sus dedos estaban entumecidos. —¡Todd!
Él apareció en la puerta después de un momento. —¿Sí?
Gilly agitó la mano hacia el caos. —Guarda todas estas cosas, ¿quieres? No puedes dejarlas así.
—¿Por qué no?
Ella le dio un suspiro de exasperación. —Debido a que es un desastre, es por eso. ¿Quién te crió, los lobos? —Había querido decirlo como una pregunta retórica, pero por la forma en que su expresión se cerró de golpe supo que había tocado un punto sensible—. Lo siento.
Él apretó los dientes, pero pasó junto a ella. La despensa no era lo suficientemente grande para ambos. A medida que empezaba a tomar las latas y tarros de las bolsas, Gilly sintió el calor que irradiaba de él. Él era su propio horno.
Ella se apartó, incómoda con el contacto. —Voy a trabajar en la cocina. Cierra la puerta para que el calor no salga.
Él gruñó en respuesta, pero se mantuvo desembalando. Ella le dirigió una mirada. Todd hizo ruido un exasperado. —¿Qué? ¿Crees que soy un idiota que ni siquiera sabe lo suficiente para mantener la maldita puerta cerrada?
No respondió eso, así que fue a la cocina y cerró la puerta detrás de ella. Gilly abrió armarios, sacando ingredientes que necesitaría mientras los encontraba y organizaba los que no. Tío Bill debió haber utilizado la cabaña con bastante frecuencia, ya que estaba bien abastecida con productos básicos como sal y especias, y un montón de productos no perecederos. Todd también había hecho una buena elección en la compra de comestibles. No todo era cereales, azúcar, cigarrillos y alcohol como ella había pensado.
La sorprendió de más, lo metódico que había sido con las compras. Asegurándose de que hubiera suficiente de todo. Debería estar agradecida ahora, teniendo en cuenta las circunstancias, pero él no sabía que ellos estarían atascados con la nevada cuando había comprado todo, lo que afectaba sólo el tiempo que pretendía estar aquí.
Todd salió de la despensa soplando en sus manos y temblando. Cerró la puerta tras de sí. La mirada que le dirigió fue desafiante pero orgullosa. —Está hecho.
Gilly no avergonzó por haberlo ocupado, que es lo que habría pasado con uno de los niños. Pero él no era un niño, y mucho menos uno de los suyos. —Gracias.
—¿Qué estás haciendo?
—Voy a hacer jalá, si puedo encontrar los ingredientes adecuados —dijo.
Su mirada de asombro le dijo que no tenía ni idea de lo que estaba hablando.
—Pan —explicó—. Para el Sabbat.
Afortunadamente no preguntó más, y por eso no tenía que explicar mucho. Él parecía escéptico, sin embargo. —¿Pan?
—Vamos a ver cómo resulta —le dijo Gilly—. ¿Supongo que no has comprado algo de levadura?
Para su sorpresa, la compró. No era el tipo de cosa que habría esperado encontrar en el refugio de una montaña, pero él volvió a entrar en la despensa y salió con varios paquetes.
—Huevos —dijo Gilly, mirando en la nevera—. Manteca. Margarina será, supongo.
Encontró ambos y los puso sobre la mesa. Todd la observó mientras ella encontraba un tazón y cucharas para mezclar. Gilly expuso los ingredientes con cuidado, trabajando con la memoria impropia y esperando lo mejor. Tendría que hacerlo sin semillas de amapola, pero si todo lo demás resultaba bien supuso que estaba bien.
—¿Quieres romper los huevos? —Le preguntó, lo que ella siempre hacía con Arwen y Gandy. Para su sorpresa, Todd dijo que sí.
Ella le dio los huevos, y él primero hizo un hueco en la harina antes de quebrarlos en el recipiente. Luego separó hábilmente la yema de huevo de su blanco y dejó caer el glop de oro con el resto.
—Has hecho esto antes —dijo Gilly.
Él se encogió de hombros. —He tenido un montón de puestos de trabajo. Trabajé en una panadería por un tiempo. En una cena. Supongo que puedo cocinar bien.
Gilly hizo la masa, luego la dejó a un lado para dejar que se eleve. Recordó haber visto algo en la despensa, un elemento que había pensado era una extraña elección. —Nosotros... podríamos hacer unas galletas con chispas de chocolate. Si quieres.
Él le dio una expresión reservada. —¿Por qué?
¿Por qué quería galletas de chocolate o por qué estaba siendo amable? Gilly limpió cuidadosamente la harina de la mesa. —Porque me apetece.
La sonrisa comenzó en el lado izquierdo de su boca, donde contrajo sus labios hasta llegar al otro lado. —Hago buenas galletas.
—También yo.
Ella no había pretendido decirlo como un desafío, pero allí estaba. Todd apartó el pelo de sus ojos y la miró pensativo. Gilly levantó la barbilla, mirándolo de vuelta.
—Las míos son mejores —dijo Todd.
—¿Por qué no lo descubrimos? —preguntó Gilly.
Desperdiciar huevos y mantequilla parecía tonto cuando ambos sabían que no podía haber más hasta que la nieve se descongelara. Todd no lo mencionó, tampoco Gilly. Ambos reunieron lo que necesitaban con un acuerdo tácito de no mirar mientras el otro trabajaba.
La receta de Gilly había venido directamente desde la parte trasera de la tienda, con chispas de chocolate que había traído a granel del club de almacén. Era sólo un poco diferente de la que estaba en el paquete que Todd había comprado. Con la excepción de las nueces, que ella despreciaba y Todd no había comprado de todos modos, había hecho el mismo tipo de galletas que hacía desde hace años con buenos resultados.
Ella midió y mezcló de memoria, midiendo tazas y cucharas de sin decir una palabra. No había raspadores de goma y las cucharas de madera parecían tener una limpieza cuestionable, por lo que mezcló la masa con un tenedor de metal que resonaba contra el borde de la taza en un ritmo constante. En cuanto a la limpieza, la mezcla y el trbajo puso su mente en piloto automático.
Todd tomó un frasco de jengibre en polvo a medio usar del armario. Lo oyó tararear en voz baja mientras mezclaba y raspaba. ¿Jengibre?
—¿Quieres lamer?
Se dio la vuelta para verlo sosteniendo en el dedo una porción de masa. Gilly negó con la cabeza. —No, gracias. No quiero tener salmonelosis.
Todd se encogió de hombros. —No sabes lo que te pierdes.
Gilly había colado cucharadas de masa para galletas y corría el riesgo de intoxicación alimentaria más veces de las que podía contar, pero no habría tomado la dulce pasta pegajosa de su dedo si hubiera sostenido un cuchillo sobre su garganta de nuevo. Podría ser una cuestión de pomposo orgullo tonto, pero era su orgullo. —No, gracias.
—Está bien. —Puso el dedo en su boca y lamió la masa. Hizo un gemido de placer y zambulló de nuevo el dedo en el recipiente para otra probada.
Gilly se estremeció mientras lo miraba. Algo sobre Todd era tan crudo como la masa de galletas que succionaba de su dedo. Y lo peor era que hacía estas cosas tan inocente y manera inconsciente como un niño. Terminó con el segundo pegote de pasta y le tendió un tercio a ella.
—¿Segura que no quieres algo?
Su voz tembló un poco, probablemente imperceptible para él. Gilly se concentró en su propio tazón. —He dicho que no.
Ellos pusieron las galletas en bandejas que habían visto tiempos mejores y las deslizaron en el horno. El temporizador del horno no era digital y tomó un poco calcular, pero se las arreglaron para establecerlo. Quince minutos era mucho tiempo para sentarse y mirarse el uno al otro. Todd golpeó un patrón en la mesa con los dedos, la pilló mirándolo y sonrió tímidamente. Volvió la palma de las manos y se encogió de hombros.
—Soy un imbécil. Lo siento.
Gilly no se había movido, aunque se había sentido tan inquieta como las manos de él habían demostrado ser. —Mi hijo es como tú. No puede dejar de moverse. Es como si funcionara con pilas que nunca se desgastan.
—¿Al igual que el conejo en los comerciales? —ofreció Todd.
Ella sonrió antes de que pudiera detenerse. —Sí, como eso.
—Solía enloquecer a mis maestros —confesó Todd. Él se rió y golpeó a otro ritmo la mesa, pero conscientemente esta vez.
—Estoy segura de que lo hacías.
El temporizador sonó entonces, salvándola de tener que hacer más conversación. Ambos conjuntos de galletas salieron oro-marrón y con olor a gloria. Todd dejó bruscamente su bandeja sobre un paño de cocina, maldiciendo cuando se quemó los dedos con el borde. Gilly utilizó una espátula para levantar la suya de la hoja, a continuación, la dejó cuidadosamente en un plato de cerámica de color rosa.
—Leche —dijo Todd—. Tengo que conseguir leche.
—Yo lo haré.
Necesitaba algo fresco para respirar y un poco de espacio. Gilly salió de la cocina y se dirigió a través de la despensa de la puerta de atrás, entonces cruzó el porche destartalado y el cobertizo. Diez medio galones de leche en jarras de plástico blanco se alinearon en uno de los estantes junto a algunos paquetes de tocino, salchichas, carne y un poco de queso. Todo llevaba un recubrimiento de plata fina de escarcha.
Después de que el calor sofocante de la cocina, el aire aquí era lo suficientemente frío para quemar. Los lóbulos de sus orejas y la punta de su nariz se habían casi instantáneamente entumecido, y estaba perdiendo la sensibilidad en los dedos.
A pesar de todo, el frío se sentía bien. Limpio. Gilly no quería admitir que había disfrutado de la última hora, que en realidad había sido... agradable. Buscó en su interior el odio, pero, tal como antes, llegó con las manos vacías. Al igual que la alegría y el terror, la ira era una emoción demasiado fuerte de sostener por mucho tiempo.
Gilly agarró medio galón de leche y volvió a entrar. Todd había puesto dos de cada tipo de galletas en dos platos y las dejó en la mesa. Incluso había establecido vasos.
Gilly corrió el agua sobre la leche durante unos minutos, hasta que por lo menos ya no era sólido congelado. Llenó los vasos en pedazos blancos cristalinos. Todd rió.
Al final resultó que las galletas que él hizo eran mejores.
Más tarde, cuando la noche descendía, ella le preguntó por algunas velas. Él le dio dos, inclinadas, a medio quemar y feas. Ella las iluminó con las bendiciones que daba inicio el día de reposo. Gilly esperó a la calma que siempre la llenaba, pero todo lo que sintió fue una sensación de vacío y tristeza.