domingo, 9 de junio de 2013

Capítulo Catorce

Se despertó de nuevo, esta vez en la oscuridad. Había echado las capas de mantas y ahora la frialdad la asaltaba. Gilly se estremeció, girando sobre la almohada y luchando para levantar las mantas de nuevo. Justo mientras lo hacía, sus mejillas se encendieron con un repentino y urgente calor.
Entendía en el fondo de su mente que tenía fiebre, pero no podía hacer nada al respecto. Parecía flotar en la oscuridad, y sin la cama debajo de ella para anclarla a la tierra, Gilly se preguntó si tal vez podría flotar hasta llegar al cielo.
Buscó a tientas el vaso de agua. Sus dedos empujaron el vaso, vaciándolo sobre su almohada. Presionó su mejilla contra la bienvenida humedad, pero muy pronto, incluso esa breve tibieza se había ido. El calor de su rostro era tan ardiente que secó el pequeño derrame en poco tiempo.
Pensó en llamar a Seth, sabiendo incluso mientras lo hacía que no iba a venir. No podía recordar exactamente por qué y no quería probar. ¿Dónde estaban sus píldoras, antibióticos y fuertes descongestionantes ​​que trabajaban para que su dolor de cabeza desapareciese?
Debía estar más enferma ahora. ¿Estaba en casa? Gilly tuvo el repentino temor de que su deseo se había hecho realidad. Había sido hospitalizada, tomada de sus hijos. ¿Quién estaba con ellos si ella estaba aquí?
Ella gritó sus nombres, buscando en la oscuridad, como si pudiera encontrar sus caras allí, cerca de sus dedos.
Sólo encontró frío y vacío aire. Gilly hundió sus manos de nuevo bajo las sábanas, abrazándose y enterrando su cara en la almohada. Alguien la había envuelto en algodón. El espesor del mismo, el peso, la encerraba, presionado por todos lados. Alguien había cubierto sus ojos con una gasa, de modo que incluso la oscuridad había adquirido una finan niebla blanca. Alguien había enguantado sus manos, por lo que todo lo que tocaba parecía lejano e irreconocible.
Manos acariciaron su frente. Dedos corrieron un delicado patrón por su mejilla. Gilly volvió la cabeza, sus manos atrapadas debajo del algodón y los guantes, incapaz de luchar contra las caricias que no quería.
—No —murmuró—. Las drogas... No es seguro...
Los antibióticos interferían con la eficacia de las pastillas anticonceptivas. No podía permitir que Seth le hiciera el amor, no en este ciclo, no sin alguna otra protección. No habían utilizado otro tipo de protección años.
—No —murmuró Gilly mientras ganaba fuerza para empujar las manos que ahora se deslizaban por debajo de sus hombros. —No me toques.
No hasta después de su siguiente período, cuando el ciclo no se viera afectado. ¿Pero cuando sería eso? Pensar era difícil, el esfuerzo enorme e inútil, porque no podía recordar de todos modos. ¿Dos semanas? ¿Una? ¿Pocos días?
—¡No me toques! —Encontró la fuerza de voluntad para decirlo, y las manos debajo de ella se alejaron y la dejaron sola.
Tenía que llegar a los niños. El pequeño Gandy estaba llorando por ella. Los pechos de Gilly hormigueaban con una sobrecarga que significaba que era la hora de comer.
Entonces se dio cuenta que no era el pequeño Gandy llorando por ella para cuidarlo, sino Arwen clamando por ella: —¡Mamá! —Luego eran ambos, gritando su nombre una y otra vez, con un sonido angustioso.
Tenía que ir a ellos, tenía que llegar a sus bebés. Gilly se liberó de las mantas que la anclaban a la cama. Incluso las tinieblas no le impedirían encontrarlos. Sus manos vagaron en el aire, nadando a través de él, pero no obtuvieron nada. Sus piernas eran de plomo. No podía moverlas. Se las arregló para empujarse fuera de la cama.
Cayó al suelo con un ruido sordo que sacudió su cabeza tan gravemente que gritó. Los gritos incesantes de ‘mama’ se detuvieron bruscamente y un sollozo de desesperación amenazó con desgarrar su garganta. Algo estaba mal con sus bebés. Tenía que llegar a ellos, tenía que hacerlo.
El piso de madera raspó su mejilla. Gilly se empujó contra él con poco resultado, demasiado débil para sentarse, mucho menos levantarse. Su aliento silbó en sus pulmones, forzándola a toser hasta que chispas brillantes destellaron en su visión.
No podía respirar. Gilly jadeó en busca de aire, pero se sentía como si hubiera sopa en sus pulmones, espesa y sofocante. Ella luchó, ahogándose y tosiendo para luego dejarse caer en el suelo.
Su mente se despejó un poco y recordó dónde estaba. Pero había escuchado a alguien decir ‘mama’. No lo había imaginado. Gilly se arrastró de nuevo en el suelo, pero no podía moverse.
La oscuridad empezaba a tornarse gris, pero no porque el sol estuviese saliendo. Franjas de color rojo parpadeaba en el gris. Iba a desmayarse.
Había estado durmiendo mucho tiempo, podía sentir eso. Dormitando por horas. Tal vez incluso días. Pero ahora la verdadera inconsciencia amenazaba, Gilly luchó como si se tratara de un ser físico. Las franjas rojas ganaron intensidad y se unieron, ocupando el gris.
La oscuridad había sido dura, aterradora, pero no terrible. Era natural, parte de la noche. El gris y rojo eran horribles en su casual reemplazo de la simple oscuridad, el gris y el rojo no se encontraba fuera de ella, estaban en su mente.
Sus brazos se tensaron incluso mientras se movía. Cada pequeña respiración, que se las arreglaba para tomar, sonaba retumbante como un tren de carga. Gilly jadeó, incapaz de hacer nada más que sucumbir al dolor en la cabeza, apretando las sienes con sus dedos congelados.
Estaba perdiendo la batalla. No podía levantarse del suelo, no podía llegar a sus hijos. Los había abandonado. A pesar de que la inconsciencia amenazaba, sus pensamientos se aclararon.
El gris y el rojo habían sido reemplazados por la oscuridad, negra como la tinta, como el alquitrán, como la eternidad. No la oscuridad de la noche, sino de la nada. Gilly la combatió también, pero no le fue mejor. Cerró los ojos, pero la oscuridad la siguió hasta allí.
No volvería a ver a sus hijos o Seth otra vez. Cualquiera sea la enfermedad contra la que había estado luchando durante las últimas semanas había echado raíces y florecido. Sin medicamentos para combatirla, y con las circunstancias actuales, la estaba superando.
Tosió de nuevo, débilmente, incapaz de tratar el desorden en sus pulmones robando su capacidad de respirar. Gilly se atragantó y se ahogó, sin poder parar.
Baja la velocidad. Un respiro a la vez. Respira lenta y exhala lentamente.
No sirvió de nada. Su respiración era demasiado cargada. Se alojó en su garganta, negándose a bajar a sus pulmones. El suelo debajo de ella se volvió.
¿Qué era esto? La oscuridad llenó su visión de lado a lado de modo que no quedó nada. Gilly no podía ganar.
Gilly se sumerge hasta el fondo del lago, en una apuesta para recuperar un disco de pesa. Ella toca el fondo fangoso, encuentra la pieza plástica de color llamativo, pero la búsqueda ha llevado demasiado tiempo. No ha pasado más de una cuarta parte del camino de regreso a la superficie antes de que sus pulmones empiecen a arder. A mitad de camino las piernas dejan de patear con fuerza suficiente para llegar de nuevo a la superficie a tiempo.
Ella ve la luz del día, dorada mientras se inclina a través del agua verde, y más allá la imagen reluciente de la balsa de madera anclada en el centro del lago. Vislumbra los rostros de sus amigos, observando, riendo, apuntando. Gilly deja ir la pesa, la siente golpear contra sus costillas y engancharse al nylon lila de su traje de baño. Busca la superficie, se aferra por aire, pero no puede alcanzarlo.
¿A cuál de todos los chicos nunca besará? ¿Qué canciones nunca escuchará? Nunca terminará la escuela, se casará, o mudará de la casa de sus padres. Arrepentimiento y anhelo le dan fuerza suficiente para lanzarse una vez, dos veces más, pero no es suficiente. Una ráfaga de burbujas, las últimas desesperadas, escapan de sus labios como mariposas que bailan en la brisa.
Sólo uno de sus amigos ha visto su aflicción. David Phillips extiende uno de sus largos brazos dentro del agua y arrastra a Gilly fuera por el pelo. Ella rompe la superficie asfixiándose y jadeando, respirando hondo. Sacudiéndose mientras todos ríen. Por el resto de la jornada, sufre las burlas de buen carácter del grupo al perder el disco y por lo tanto el reto, pero Gilly jamás sumergirá un dedo del pie en el agua durante el resto de ese verano.
En ese entonces sólo estuvo cerca de haberse ahogado, pero iba a ahogarse ahora. Esta vez no habría una mano subiéndola a un lugar seguro. Esta vez, tenía mucho más para lamentar que perder.
Oyó su nombre y pensó que era parte del sueño. La voz llegó de nuevo, esta vez más fuerte. Unas manos sujetaron las suyas y tiraron. Gilly no luchó contra el contacto esta vez, reconociendo que ellas estaban salvándola de ahogarse. De morir.
Una luz brilló en sus ojos, y al principio pensó que debía ser la mano de Dios. Ella parpadeó, y el brillo dorado reveló la cara de Todd en su lugar. Gilly sintió un alivio inmediato y decepción al mismo tiempo.
—No te mueras, Gilly —Los dedos de Todd mordían sus muñecas mientras la empujaba en posición vertical—. No te mueras, por favor, no te mueras...
No volvió a llevarla en la cama. La levantó, y Gilly tuvo tiempo para pensar que debió haber perdido peso, porque él no se tambaleó bajo ella esta vez. A pesar de todo, sonrió. ¿Sería flaca, ahora?
Él debió haber visto su sonrisa y tomado por otra cosa. —Jesús, Gilly. ¡No te mueras de mí!
—... sería más fácil para ti...—jadeó ella.
Se encontraban en la escalera ahora, con los pies y cabeza dando golpecitos contra las estrechas paredes con cada paso.
—Cállate —gruñó por el esfuerzo de llevarla. Así que no estaba flaca, después de todo.
—... Es lo que quieres...
—¡No es lo que quiero, maldita sea! —Con el grito de Todd el dolor tras sus ojos estalló de nuevo, pero Gilly mantuvo el dolor como una buena señal. No se le escapaba nada más.
Él la dejó caer en el sofá con los feos cuadros, su cabeza golpeó en el brazo. La dejó con la luz de la lámpara de propano en la mesa. Gilly logró mantenerse levantada, aunque sin el apoyo de los brazos de él apenas tenía fuerzas. De repente parecía como si alguien hubiera tomado una enorme aspiradora y succionara la basura directamente de sus pulmones y nariz. Pudo respirar de nuevo, aunque con un silbante y refunfuñado bufido, pero ella lo consiguió.
Si ella podía respirar, significaba también que podía toser. El primer ataque trajo un montón de porquería que escupió en la palma de su mano, sin preocuparse de cuán repugnante era. La maternidad le había hecho inmune a los fluidos corporales. Había tenido lo peor en sus dedos. El segundo ataque de tos extrajo un fino chorro de sangre de sus labios.
El moco verde le repugnaba, pero la sangre le daba miedo. Con las manos temblorosas cogió el rollo de toallas de papel que Todd le pasó y se limpió la mano y la boca. Esperó a ver si más sangre caería, tal vez una gota de ella, pero no lo hizo. Se veía aún peor en la toalla de papel, pequeñas manchas de color carmesí sobre el papel blanco. Lo arrugó entre sus dedos para no tener que verlo.
Él se cernió sobre ella. —¿Vas a estar bien?
—Necesito un médico.
Negó con la cabeza. —No puedo conseguir uno.
—Necesito medicamentos.
Él levantó las manos sin poder hacer nada. —No tengo ninguno. Sólo aspirina.
Otra tos se hinchó en la parte posterior de su garganta, pero tenía miedo de dejarla escapar. Tragó saliva para deshacerse de las cosquillas. La sensación de moco espeso escurriéndose por la parte posterior de su garganta la enfermó, pero el vómito sería peor que la tos.
Otra ronda de escalofríos la sacudió, repiqueteando sus dientes. Más dolor apuñaló detrás de sus ojos y en los huecos debajo de ellos. En sus mejillas también, y sus oídos, los cuales bombeaban sin piedad con cada trago. Gilly se meció por el dolor, su cuerpo sacudiéndose. Todd se paseaba delante de ella, cada paso con el tiempo suficiente para sacarlo de su área de vista y luego volver a ella otra vez mientras se giraba. Con casi todas las zancadas la pantorrilla de él frotaba contra el sofá hasta que incluso el temblor y su dolor de cabeza no pudieron impedirle gritar, aunque su grito salió no más que un susurro sibilante.
—Deja de hacer eso. Me estás moviendo.
Se detuvo y se arrodilló a su lado. —No sé qué hacer.
Ella estaba enferma, más enferma de lo que nunca había estado en su vida adulta, y sin embargo, aún tenía que ser la encargada. Cuidar de sí misma. El resentimiento barbulló en ella, pero no tenía la fuerza para hacer nada al respecto.
—Frazadas —Fue lo único que logró salir antes de que otra ronda de tos la atravesara—. Té caliente...
Todd puso su mano sobre su brazo, con timidez, como si temiera que ella le pediría quitársela. No tenía fuerzas para ello, y ahora no parecía una cosa muy importante. Como tantas otras cosas que habían sucedido en los últimos días, ¿qué diferencia hacía más tiempo?
Cuando vio que no iba a gritar, él se inclinó para mirarla. —Tienes que decirme qué hacer.
¿No era eso lo que estaba haciendo? Gilly apretó los dientes para detenerse a sí misma, mordiéndose la lengua. —Tráeme unas mantas, un té caliente. Un poco más de aspirina.
—Está bien.
Una idea la golpeó como un martillo entre los ojos, tan duro y fuerte que jadeó y tosió. —¡La camioneta!
—Está destrozada —dijo Todd—. No puedo conducir a cualquier lugar. Mierda, podría estar totalmente perdida, te he dicho eso.
—No conducirla —logró decir Gilly—. En la camioneta. Medicamentos. Está en la consola central. No los trajiste.
—No sabía —comenzó, a la defensiva, pero Gilly lo hizo callar.
Había parado en la farmacia justo antes de ir al cajero automático. Su prescripción, descongestionantes y antibióticos, se encontraban en la camioneta. Agarró su brazo, sus dedos resbalando y cayendo lejos sin fuerza. —Sólo ve. Trata. Tengo píldoras allí. Ayudarán.
La dejó y volvió en un momento con una manta que metió a su alrededor con fuerza. Todd metió los bordes alrededor de ella, alisándola. Y después de eso, no volvió por un largo tiempo.
Gilly cerró los ojos. El sueño la tomó de nuevo casi al instante, pero era inquieto. Se retorció en el sofá, tosiendo sin descanso cada vez que parecía ir a la deriva. Su cuello y espalda crujían por el esfuerzo, y los temblores todavía se arrastraban por ella.
¿Alguna vez se había sentido tan mal? Si lo había hecho, no podía recordarlo. Nunca había tiempo para estar enferma cuando era una niña, no cuando tenía que estar despierta y alerta para cuidar de su madre, que casi nunca estaba bien. Incluso en los años posteriores, cuando Gilly se venía abajo con todo lo que los chicos hacían y con frecuencia el doble de duro, ella no tenía ‘días de estar enferma’.
—Él no va a volver —dijo su madre, claro como la luz del sol, inconfundible.
Los ojos de Gilly se abrieron, y gritó con un silbido sin aliento. Estaba sola. Retrocedió hasta ponerse contra el brazo del sofá, incapaz siquiera de llorar.
No supo cuánto tiempo pasó antes de que el aire frío la acariciara. Oyó el traqueteo de botas. El siguiente silbato no salió de su garganta, sino de la tetera. Todd le trajo una taza de té y la llevó a sus labios. Quemó su boca y se estremeció, y el té era amargo, pero tomó un sorbo de todos modos. Él puso un par de pastillas en su boca y ella se las tragó.
—¿Qué más puedo hacer?
El calor del té y las mantas aliviaron su frialdad, o tal vez la aspirina estaba ayudando con la fiebre, no lo sabía. Los dedos de é estaban fríos en su frente, y se sentían muy bien. Gilly cerró los ojos de nuevo.
—Tengo que dormir. Dar tiempo al medicamento para hacer efecto.
Lo sintió dejándola, pero el sueño ya no se la llevaría. El sofá era viejo y desigual, y su cabeza descansaba en un ángulo incómodo. Las mantas que le habían dado una calidez bienvenida ahora yacían sobre ella como piedras. Zarzas habían florecido en su garganta, secas y punzantes.
Tosió de nuevo y él estaba allí, ayudando a que se sentara y sosteniéndole otro rollo de toallas de papel para coger lo que salía de su boca. Ella debería haber estado avergonzada, pero parecía no poder sentirla.
Los bordes suaves de su pelo rozaron la mejilla de ella mientras ponía una almohada detrás de su cabeza para aliviar la incómoda posición. Gilly volvió la cara, aceptando la comodidad que él ofrecía, pero incluso en su delirio indispuesta a aceptar al hombre que lo daba. Todd presionó más fuerte las mantas a su alrededor y luego se sentó en el sofá frente a ella.
—No debiste haber corrido en la nieve —dijo—. Y la camioneta... Conseguí las cosas, pero ahora se ha ido de verdad. El árbol no resistió cuando cerré la puerta. Está al pie de la montaña.
Lágrimas calientes se filtraron por debajo de los párpados cerrados de Gilly y se deslizaron por sus mejillas. No dijo nada. Todd suspiró. Oyó el golpe de su encendedor y olió el humo.

Eso la hizo empezar a toser de nuevo. Los pocos momentos de lucidez que había tenido comenzaron a desvanecerse de nuevo. Gilly se deslizó de nuevo en el mundo crepuscular.

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