El día siguiente fue mejor. Su visión era clara, su cabeza no tan pesada.
Se despertó sintiéndose renovada, y aunque sus piernas todavía temblaban mientras
salía de la cama, Gilly podía caminar.
En una cabaña tan pequeña como ésa, no podía evitarlo por siempre. Parecía
trivial e infantil no hablar con él cuando no habían más que unos pocos
centímetros de distancia en la mesa del desayuno. Especialmente cuando él empujaba
el azúcar hacia ella mientras agitaba su té.
—Gracias. —Gilly se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo. —Gracias,
Todd.
Él gruñó, paleando avena en su boca. —Lo que sea.
Alargó la mano vacilante, odiándose a sí misma por ello, pero incapaz de
evitar ser decente. —Quiero decir, gracias por... todo. No tenías que hacerlo.
Él la miró fijamente. —Hubo un montón de cosas que no tenía que hacer.
Asintió. —Pero lo hiciste.
—¿La vida no es divertida de esa manera? —le preguntó Todd, luego le
disparó una de sus sonrisas de lobo. Dijo sus siguientes palabras con un
exagerado acento holandés de Pennsylvania. —Una gran, gran cagada, ¿no?
Su comentario casi la hizo reír, pero al final, no lo hizo. —Sí. Claro que
lo es.
Todd se encogió de hombros, mirando hacia abajo. Su rostro había iniciado
la curación. Las heridas que le había infligido podría no dejar cicatrices,
pero Gilly nunca lo miraría sin recordar cómo le había hecho sangrar.
Nadie la culparía. Probablemente ni siquiera Todd. Pero mientras lo veía
levantarse de la mesa y llevar su plato con el de él al fregadero, Gilly se culpaba.
—De todos modos —dijo—. Gracias.
Todd se encogió de hombros, de espalda hacia ella, y puso la tetera. Trajo
dos tazas y dos bolsas de té. Abrió los armarios, buscando hasta encontrar un
paquete de galletas de chocolate tipo sándwich, aquellos con chispas de
chocolate que habían hecho hace ya mucho tiempo. Abrió el paquete, dispuso las
galletas en un plato con flores y lo deslizó sobre la mesa delante de ella.
—Aquí —dijo con voz ronca.
—No, gracias. No tengo hambre. —Su estómago todavía rondaba al borde de la
náusea mientras su boca se hacía agua a la vista de comida chatarra.
Una leve sonrisa asomó la comisura de sus labios. —¿Por qué las mujeres
nunca tienen hambre?
—Realmente no tengo hambre —dijo ella, pero tomó una galleta de todos
modos. El blanco glaseado tocó la punta de su dedo y se lo lamió. La dulzura
era casi demasiado, pero después de un segundo se asentó en su estómago.
—De acuerdo. —Todd inclinó su cadera sobre el mostrador y cruzó los brazos
sobre su pecho. —¿Qué tal una ensalada? ¿La quieres en lugar de eso?
Gilly frunció el ceño. —No. Puaj.
Él se echó a reír y apagó el gas justo cuando la tetera empezó a silbar.
Volvió a llenar sus tazas, luego se sentó. Llevaba una camiseta blanca debajo
de una camisa abierta con un broche frontal occidental. Se había enrollado las
mangas hasta los codos.
Por primera vez, Gilly notó el tatuaje en la parte interior de su brazo
izquierdo, a medio camino entre su muñeca y codo. Tinta negra y números
estilizados. Al principio supuso que era una pieza de caligrafía japonesa de la
clase que se había vuelto tan de moda en los últimos años, gente que se firmaba
con palabras que no sabía leer. O tal vez era tinta tribal, otra tendencia que
nunca había entendido a menos que fuera por alguien con patrimonio indígena. Se
suponía que los judíos no se hacían tatuajes, de todos modos, pero si alguna
vez llegara a considerar conseguir algo permanentemente incrustado en su piel,
sería algo que tuviera sentido para ella personalmente, no algo que todo el
mundo conseguía sólo porque era popular.
Ella lo vio con mayor claridad cuando estiró el brazo para tomar un par de
galletas del plato. Sin caligrafía o marcas tribales, aunque los números habían sido elaborados de forma tan estilizada
que los hacía casi indescifrable.
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Le tomó unos segundos descifrar su significado, algo así como tratar de
leer una matrícula personalizada o esa moderna pieza de cruz que decía ‘Jesús’ cuando
mirabas de un lado y parecía un cuadro sin sentido al otro. Como aquellas cosas
que una vez las descubría no había manera de no verlas, por supuesto. Gilly
resopló suavemente, sintiéndose estúpida.
—Uno de los seis —dijo en voz alta.
Todd saltó. Su mano golpeó la taza, enviándola al suelo, donde se hizo
añicos. El té caliente salpicó. Gilly saltó también con el sonido, y el
movimiento repentino envió una ola de vértigo a través de ella.
Todd estaba parado. —Mierda. Mira eso.
Sonaba demasiado angustiado por un sencillo accidente, aunque la taza se
había roto, el armario estaba provisto de al menos una docena más. La taza llevaba
el nombre de un banco y ella no veía cómo podría tener algún valor sentimental.
Todd dio una patada a un trozo de porcelana, haciéndolo deslizarse por el suelo
mientras iba al lavabo por un paño de cocina.
—Ten cuidado —dijo Gilly automáticamente cuando se inclinó para limpiar el
derrame—. Utiliza la escoba primero.
Se detuvo con la cabeza gacha y los hombros encorvados. —Puedo limpiar una
taza rota.
—No estoy diciendo que no puedes. Sólo quería decir...
—Sé lo que quieres decir —Se puso de pie y tiró la toalla en el lavabo
mientras Gilly observaba, incapaz de entender.
Todd pasó por la despensa hacia el cobertizo, y regresó con una antigua y desgreñada
escoba de paja. El mango estaba pintado con diseños extravagantes y parecía
totalmente fuera de lugar en esa cabaña que se veía como si no hubiera visto el
toque de una mujer en un largo tiempo, o nunca. En la otra mano, agarró una
pala roja de metal que parecía tan vieja como las sillas en el porche delantero.
La puso en el suelo y la sostuvo con su bota mientras barría la taza. La escoba
de paja dejaba marcas de suciedad en el suelo que ella había fregado no hace
tanto tiempo, y Gilly hizo un ruido involuntario de protesta.
Todd la miró con el ceño fruncido. Abrió la boca para quejarse por el
desorden que había hecho sobre el piso relativamente limpio, pero se detuvo. Él
no la quería regañando.
Él terminó con la taza mientras bebía su té y mordisqueaba la galleta que
en su afrenta la había obligado a tomar. Sentada, mientras alguien más limpiaba
era una novedad tal que tenía que disfrutar de ella, al menos un poco, a pesar
de que no quería. Pero cuando él salió de nuevo para regresar la escoba y el recogedor,
Gilly no pudo quedarse en su asiento.
Ella tomó el paño de cocina, humedecido, y limpió las manchas que había
dejado atrás. Levantó la vista al oír el sonido de sus botas y lo encontró
mirándola fijamente. Se levantó para enjuagar la toalla, aunque el agua del
grifo estaba demasiado fría para que fuera fácil de limpiar.
—Gracias —dijo Todd.
—De nada.
Escurrió el paño y lo dejó colgando sobre el borde de la pileta. —Te puedo
hacer otra taza, si quieres. El agua está probablemente todavía muy caliente.
—No. —Todd rondaba entre ella y la mesa—. Estoy bien.
Había bajado la manga de su camisa, un hecho que Gilly notó pero no dijo
nada al respecto. Se miraron el uno al otro hasta que él se enderezó. Era siempre
más alto de lo que ella pensaba que era, probablemente porque se encorvaba
mucho. Más alto y de hombros amplios. Ocupaba un montón de espacio, pero ahora
Gilly no se sentía amenazada.
—Saldré a fumar —dijo Todd, aunque nunca se había molestado en advertirla o
pedir su permiso en el pasado.
Ella lo vio salir por la puerta principal. Entonces buscó la escoba de
nuevo y se aseguró de que no quedara nada cortante en el suelo. Él había
regresado en el momento en que ella regreso la escoba en su lugar. Si le importó
su limpieza después de la de él, Todd no lo dijo.
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